El 10 de abril de 1989 fue una noche estrellada, llena de aficionados en el «Capitán San Luis», Sonaba como nunca la trompeta que inauguró Filingo, aquel mulato de bigote amplio, voz de trueno y, sobre todo, de envidiable carisma, quien esa noche no estuvo. Hubo expectación, pues los protagonistas de la actividad demoraban un poco para salir a escena, como sucedió tiempos atrás con Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo.
El supersónico de indescifrable tenedor, junto a quien le recibió por casi dos décadas, con o sin señas, salieron a la grama guante y mascota en manos, después de entregarle varios campeonatos a la provincia más occidental del país, para sacarla del feo «Cenicienta», convertida en «Princesa» por años de gloria beisbolera. Indudablemente, ellos fueron responsables desde 1978 hasta 1989 de 11 títulos, seis nacionales y cinco selectivas. Entre tantos, brillaron con luz propia.
Algunas veces no se pusieron de acuerdo y Juanito, con la seguridad que solo puede dar un extraclase, decidió dejarle el camino libre: «Tira como quieras, por mí no pasan, no te voy a pedir más». Rogelio lo llamó al montículo para que le explicara tal decisión: «Te dije que tires como quiera, yo las recibiré», giró sobre sus talones y el consternado pitcher quiso probarlo antes de llegar a momentos mayores.
Cuando se supo en condiciones de disparar centellas y bolas indescifrables, creció como lanzador. Quizás en ningún vericueto beisbolero se haya encontrado una comunión exacta, cargada de talentos. ¡Esa fue la combinación Rogelio-Juanito!
Visiblemente emocionado, el inolvidable Héctor Rodríguez, con voz de trueno, destacaba: «Ese día, de oriente a occidente, el pueblo cubano despidió al hombre del tenedor y al del elegante mascoteo. La noche se vistió de gala. El clamor de los aplausos aún se escucha en Vueltabajo. En la vega de Las Ovas, donde hace algunos años, un niño soñaba con ser pelotero».
Los que por una u otra causa no pudieron ir al estadio, tarareaban al compás de la voz de Silvio: «Solo el amor convierte en milagro el barro, solo el amor alumbra lo que es ternura». Palabras que parecían hechas para la ocasión. Y dio en la diana, como siempre, pues solo con amor, amén del talento, puede firmarse tales carreras.
Ellos tuvieron la mejor escolta que hombre alguno haya tenido. A la diestra su hijo Rogelito, quien años después sería lanzador en series nacionales. Y a la izquierda del gran receptor estuvo Arturito, un retoño que se desempeñó, aunque por poco tiempo, en la receptoría.
Lágrimas necesarias, no fortuitas, corrieron por las mejillas de aquellos que todo lo dieron por la pelota pinareña y por su país, quienes lograron, quizás, el mejor dueto pitcher-receptor que haya visto esta bendita tierra y me atrevo a asegurar que también allende los mares, no solo por los torneos conquistados, sino por la indudable maestría.
Ubicado detrás de home seguí la ceremonia. Algo ocurría, parecido al desamparo que suele quedar cuando se van del rectángulo dos irrepetibles. Por suerte y mucho trabajo, imbuidos en ellos continuó hacia la cumbre la pelota del verde más verde del país, donde nunca o casi nunca hay sequías. Entonces continuarían Arturito y otro Castro de nombre Lázaro Arturo, sobrino de Juanito, hijo del amigo Luis. De los pitchers ni hablar: Contreras, Lazo y compañía, siguieron la senda que ellos abrieron.
Al terminar la ceremonia y regresar al dugout, hubo un silencio sepulcral. No podíamos hacernos la idea de perderlos sobre la «colina de los suspiros» y detrás del cajón de bateo. Entonces se oyó una voz: «Ahí van dos campeones». Y el estadio, puesto de pie, les regaló uno de los aplausos más estruendosos, salpicados por lágrimas de mujer, niños, obreros, campesinos, hombres del béisbol y cuantas personas allí estuvieron.
Aquella noche se llenó de corazones.