El clima hostil de Nueva York refuerza la impresión de soledad en el alma de Martí. Se desvive de las ganas de besar a su mujer, de jugar con su hijo; pero está solo en un cuarto de pensión, con los ojos húmedos posados en una carta recién llegada de Cuba:
«Papá, yo te quiero mucho. Cualquier cosa que me mandes me gustará mucho. Mamá sabe que nunca pasa un día sin acordarme de ti. Dicen que soy tu retrato y estoy contento. Muchos besos de tu hijito, Pepe».
A menudo relee estas líneas, como si así pudiera acercar a su pequeño. Únicamente sus innumerables ocupaciones le ayudan a disipar un poco la tristeza.
Es como las ardillas grises que habitan los arbustos del Central Park. Se mueve con prisa de un lugar a otro organizando los detalles de una Guerra Necesaria que libre a su distante país del yugo que lo oprime.
Su inteligencia le permite escribir varios artículos en una misma jornada, aunar las voluntades de los veteranos de la contienda de los diez años, sumar a nuevos patriotas a la causa, visitar clubes revolucionarios, ofrecer discursos conmovedores hasta los tuétanos, colectar fondos, crear el Partido Revolucionario Cubano, fundar el periódico Patria… es incansable. Su prédica y accionar inspiran a otros a seguirle.
“Yo evoqué la guerra: Mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”, le escribe al periodista dominicano Federico Henríquez y Carvajal durante su estancia en Montecristi en marzo de 1895.
Al mes siguiente desembarca con el general Gómez por el oriente de Cuba pues considera que “El único autógrafo digno de un hombre es el que deja escrito con sus obras”.
Fiel a sus ideas, cae en la manigua redentora el 19 de mayo del propio año. Fue la única baja del Ejército Libertador aquel día.
“¡Oh, qué dulce es morir, cuando se muere / luchando audaz por defender la Patria!”, expresó a través de Abdala, el protagonista del poema dramático que publicó con 15 años en el periódico La Patria Libre.
Tenía apenas 17 cuando las autoridades españolas lo condenaron a presidio y lo ataron con una cadena de hierro de la cintura al tobillo.
En las canteras de San Lázaro pasaba más de 12 horas diarias extrayendo a golpe de pico piedras gigantescas que luego debía trasladar hasta los hornos ubicados en una empinada colina.
“¡Y qué día tan amargo aquél en que mi padre logró verme, y yo procuraba ocultarle las grietas de mi cuerpo, y él colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los grillos (…) Me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, rompió a llorar! Sus lágrimas caían sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí, y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre…”, apuntó en las memorias que tituló El presidio político en Cuba.
Pese a las diferencias evidentes entre padre e hijo, Martí supo finalmente desentrañar el profundo amor que Don Mariano le profesaba.
“No sé cómo salir de mi tristeza. Papá está ya tan malo que esperan que viva poco. ¡Y yo, que no he tenido tiempo de pagarle mi deuda, vivo! No puede usted imaginar cómo he aprendido en la vida a venerar y amar al noble anciano a quien no amé bastante mientras no supe entenderlo… Cuanto tengo de bueno, trae su raíz de él. Me agobia ver que muere sin que yo pueda servirlo y honrarlo”, comentó Pepe en carta a su amigo Manuel Mercado.
Mariano lo quiso siempre, a su modo rústico. Trató de alejarlo del peligro y en ese afán hirió la sensibilidad de su muchacho, pero calladamente vibraba de orgullo por el hijo extraordinario que la vida le regaló.