Situados a 32 kilómetros al suroeste de la ciudad de Camagüey, los potreros de Jimaguayú, abrigaban uno de los campamentos habituales del Mayor General Ignacio Agramonte Loynaz y sus tropas.
En esa zona llegó a nuclear una sólida base de operaciones y hasta una escuela militar para el entrenamiento de los hombres bajo su mando.
Hacia mayo de 1873, la moral de ejército español había caído en picada tras sus recientes derrotas en el fuerte de Molina y en Cocal del Olimpo, donde más de 40 militares ibéricos sucumbieron bajo el filo de los machetes cubanos.
En respuesta a estas acciones, el brigadier Valeriano Weyler, envió contra el frente mambí, una nutrida y apertrechada columna dirigida por el teniente coronel José Rodríguez de León.
Excitado por la adrenalina del peligro inminente, Agramonte ideó en apenas segundos una maniobra de distracción para atraer hacia él y un pequeño grupo de ordenanzas, la atención del enemigo y propiciar de este modo el despliegue del grueso de sus tropas.
Como un soldado de línea más, peleó aquel 11 de mayo de 1873, hasta que una bala le atravesó la sien derecha y lo derribó sobre la tupida hierba de guinea que crecía en aquel terreno. A sus compañeros les resultó imposible rescatar su cuerpo sin vida.
De imprudente y caprichosa calificaron algunos el arrojo del jefe camagüeyano, al entrar en combate, en lugar de preservar su valiosa vida tan esencial para la dirección de la contienda.
Las autoridades españolas transportaron el cadáver hacia la ciudad de Puerto Príncipe en la mañana del día 12. Cuentan que lo exhibieron en público en una esquina del corredor de entrada del hospital de San Juan de Dios, y que un insolente osó atravesarle el rostro de un latigazo.
Más tarde, bajo total sigilo, lo trasladaron hasta el cementerio General de Puerto Príncipe, donde se dice fue cremado, aunque algunos textos refieren que el combustible vegetal utilizado no debió alcanzar para una incineración completa, por lo que parte de los restos mortales fueron arrojados en una fosa común.
Le temían incluso después de muerto, trataron de desaparecer su cuerpo como si de esta forma pudieran evitar su recuerdo, pero con ello solo alimentaron la leyenda del hombre que, en apenas tres años de lucha, había librado una centena de combates, la mayoría victoriosos.
“Diamante con alma de beso” lo llamó José Martí en su artículo Céspedes y Agramonte y dijo más del amoroso esposo de Amalia Simoni, del brillante abogado que renunció a los lujos y al calor de su hogar porque le apenaba vivir en un país subyugado, de “aquel que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso, con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla.”
Fuentes consultadas
Cento, E. (2018). Ignacio Agramonte, el hombre que va a la guerra. Cubadebate. Recuperado de: http://www.cubadebate.cu/especiales/2018/05/12/archivo-cd-ignacio-agramonte-el-hombre-que-va-a-la-guerra/
Cremata, M. (2008). Revelaciones sobre la muerte del Mayor General Ignacio Agramonte. Juventud Rebelde. Recuperado de: http://www.juventudrebelde.cu/cuba/2008-05-15/revelaciones-sobre-la-muerte-del-mayor-general-ignacio-agramonte.
Martí, J. (1963).Céspedes y Agramonte. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, t. 4, p. 358.