El 23 de junio de 1821, hace exactamente 200 años, nació en la ciudad de Bayamo Francisco Vicente Aguilera. Sus padres eran personas distinguidas que costearon para él los mejores colegios y estudios de abogacía, que le permitieron formarse como un hombre culto y de exquisitos modales.
Heredó la habilidad natural para los negocios propia de sus progenitores. La fortuna familiar no hizo otra cosa que ensancharse entre sus manos y doquiera que ponía su mente crecían las más exitosas empresas.
Llegó a poseer miles de caballerías de tierra, cientos de esclavos, decenas de fincas rústicas, casas, potreros, ingenios azucareros, cafetales y haciendas a lo largo del Valle del Cauto.
El teatro principal de Bayamo le pertenecía y atesoró además otros comercios como una panadería y una confitería.
Su fortuna superaba los dos millones de pesos, cifra suficiente para garantizar una existencia de lujos a sus descendientes mientras estos vivieran.
En 1848 contrajo nupcias con la santiaguera Ana Kindelán y Griñán, proveniente de una familia de acaudalados militares, fieles al poder ibérico. Con ella tuvo 10 hijos, aunque a Pancho se le asocian dos más, nacidos fuera del matrimonio.
Pasar tiempo con sus retoños constituía uno de sus mayores placeres y con gusto se prestaba para acompañar a sus niñas a los eventos culturales de la época.
En sus viajes por el extranjero, entró en contacto con las ideas políticas y económicas más avanzadas de la época y fue inevitable la comparación con la situación de precariedad y atraso imperante en su tierra natal.
Se propuso cambiar esa realidad y elevó al gobierno de la Isla proyectos enfocados en el desarrollo económico de la nación, entre los que figuraba la construcción de un ferrocarril entre las ciudades de Bayamo y Santiago de Cuba.
Hastiado de que sus ideas se estrellaran contra el retrógrado poder español, su pensamiento se radicalizó al punto de entender que solo un estallido independentista garantizaría las libertades anheladas por los cubanos.
Hacia 1867 fundó el Comité Revolucionario de Bayamo, que aglutinaba a varios conspiradores en la organización de la guerra contra España. Según su opinión, esta no debía iniciarse hasta que estuvieran reunidas las armas y pertrechos necesarios para hacer frente al enemigo.
El alzamiento revolucionario se produjo el diez de octubre de 1868, días antes de la fecha convenida. Carlos Manuel de Céspedes hubo de adelantar la insurrección puesto que las autoridades coloniales ya estaban al tanto de los planes independentistas y habían ordenado apresar a los líderes del movimiento.
En su hacienda de Cabaniguán, Aguilera conoció los pormenores de los recientes sucesos de La Demajagua y Yara. Hubo quien lo incitó a desautorizar a Céspedes, pero el “hombre más rico de Oriente” fue lo bastante humilde como para subordinarse al nuevo jefe con total lealtad.
Cuentan que minutos antes del incendio de Bayamo alguien le preguntó si no le dolería ver arder sus preciosas propiedades, ante lo que Pancho respondió: “Nada tengo mientras no tenga Patria”.
En la manigua vivió con su familia las penurias y horrores de la contienda. El enorme sacrificio que había hecho y su entrega incondicional a la causa revolucionaria le valieron la admiración de sus compañeros de armas.
Fue nombrado secretario de guerra y más tarde vicepresidente de la República y lugarteniente general del estado de Oriente.
Hacia julio de 1871, Céspedes le encomienda la misión de partir hacia Estados Unidos a tratar de limar las asperezas entre los emigrados, buscar consenso entre estos y aunar sus fuerzas en el envío de expediciones con material de guerra, para respaldar la causa de la República de Cuba en Armas.
El viajero se topó con diferencias irreconciliables entre los cubanos radicados allá.
Dividida halló a su vez a la emigración cubana en Europa, a donde se trasladó con la esperanza de recaudar fondos pero sin resultados. La mayoría de los hombres con quienes contactó, burgueses como lo fuera él en su tiempo, no estaban dispuestos a ceder su fortuna, ni siquiera una parte de ella, para ayudar a la causa independentista.
Sin desistir de su empeño de organizar una gran expedición, retornó a Estados Unidos. Peregrinó con sus zapatos rotos por varias ciudades como Baltimore, Filadelfia, Nueva Orleans y Cayo Hueso. En algunas encontró cooperación y desprendimiento, pero en la mayoría se topó con la apatía a la que ya estaba acostumbrado.
Ante tanto empeño frustrado, resolvió volver a su país, a pesar de no llevar nada más que sus brazos cansados, pero no fue posible el regreso.
Un cáncer de laringe agresivo lo derribó sobre un camastro en su casa pobre de New York. Allí murió, rodeado por su familia, aquel que un día fue dueño de incontables riquezas, “el millonario heroico” como lo llamó Martí.
Sobre él escribiría Manuel Sanguily, otro combatiente destacado de la Guerra de los Diez Años:
“No sé que haya una vida superior a la suya, ni hombre alguno que haya depositado en los cimientos de su país más energía moral, más sustancia propia, más privaciones a su familia adorada, ni más afanes ni tormentos del alma”.