Cada 23 de abril –Día del Idioma– siempre mis reflexiones filológicas me llevan a concluir que lengua, cultura e identidad son conceptos que se interrelacionan profundamente. Sobran las razones entonces para velar incesantemente por la pureza del español, e impedir que se contamine demasiado con incorporaciones léxicas innecesarias, o sea, que la entrada de extranjerismos no llegue a opacar o empañar su original e inconfundible fisonomía.
Es nuestro español el único idioma que está presente y se practica en los seis continentes, y cuenta hoy con 580 millones de hablantes aproximadamente (entre nativos, personas con competencia lingüística limitada y estudiantes). Es la cuarta lengua del mundo por número de hablantes (después del mandarín, el inglés y el hindi). Asimismo, es la tercera por su uso en la comunicación internacional, producción en los medios de información e internet. A lo que se suma la fortaleza de ser una de las lenguas oficiales de nueve organismos internacionales, tales como la ONU, Caricom, OEA y Unión Europea. Incluye ocho dialectos en estos momentos, entre ellos el leonés y el aragonés.
Como si todo lo anterior fuera poco, el español es la lengua oficial de 21 países. En todas sus variantes y modalidades se distingue por su riqueza, diversidad y flexibilidad. Como se sabe, constituye una lengua romance, procedente del latín vulgar, perteneciente a la familia de lenguas indoeuropeas. La palabra español proviene del provenzal y este del latín medieval. Según Menéndez Pidal –uno de sus más eminentes estudiosos– se reconocen las Glosas Emilianenses (de finales del siglo X o inicios del XI) como su testimonio más antiguo y el primer libro impreso en español, publicado en 1472. La primera gramática, de Antonio de Nebrija, es de 1492.
Bastan estos datos para valorar con total justeza a un idioma que se encuentra respaldado por una historia y evolución tan sólidas y contundentes. La Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) son las encargadas de monitorear su permanente estado de salud. Pero, en definitiva, somos todos los hispanohablantes quienes le protegemos al comunicarnos unos con otros, quienes debemos emplearla con elegancia y corrección.
El respeto a las reglas y normas se manifiesta como el “deber ser”, cuando transitamos de la teoría a la práctica en este tema que resulta consustancial, cuando pensamos y hablamos de independencia, porque únicamente si aspiramos a la soberanía lingüística podremos expresarnos como nación.
Y no se trata de edulcorar o pulir nuestro lenguaje por capricho. En este sentido, el propio José Martí marcó el paradigma:
“Acicalarse en exceso es malo, pero vestir con elegancia no. El lenguaje ha de ir como el cuerpo, esbelto y libre; pero no se le ha de poner encima palabra que no le pertenezca, como no se pone sombrero de copa una flor, ni un cubano se deja la pierna desnuda como un escocés, ni al traje limpio y bien cortado se le echa de propósito una mancha.
Háblese sin manchas”.
Clara está, por tanto, nuestra posición: ni bombardeo foráneo, ni artificioso vocabulario. Todo a la medida que reclame cada singular contexto comunicativo. Alertas, muy alertas ante cualquier tendencia desestabilizadora, como es el caso del tan llevado y traído lenguaje inclusivo, el cual intenta remover algo tan serio como las marcas de género que tradicionalmente han representado el masculino y el femenino en nuestro idioma, a través de un grupo de estrategias que por la novedad pueden convertirse en verdaderas amenazas. Pensemos, por ejemplo, en la peligrosa ambigüedad de la terminación con “e” (todes – elles) o en la impronunciable “x” (chicxs).
Atentos, muy atentos también ante el menor síntoma de ligereza o vulgarismo que pueda menguar nuestra decencia y tergiversar la imagen de todo un pueblo instruido y que aspira a ser cada vez más culto.
Enarbolemos, pues, la bandera del buen decir.