Si me pidieran hacer con palabras el retrato de un padre cubano hablaría de una bicicleta con cajón en la parrilla, de una sillita para niño en el cuadro y de un hombre que pedalea fuerte mientras la camisa mojada se le pega a la piel; pero sería generalizar. Cada cual se crea su propia imagen de un papá.
Hay algunos bullangueros y divertidos que cultivan la amistad de los amigos de sus hijos y otros serios y calmados que aman en silencio, sin decir mucho te quiero, o diciéndolo a su modo, a través de actos de entrega.
Están también aquellos que leen cuentos a sus pequeños antes de dormir y los que les incitan a embarrarse las manos de grasa y a aprender desde temprano el valor del trabajo.
Frente a la cuna de su hijo, hasta el más rudo de los hombres se desarma, es pura miel.
Un instinto ancestral lo anima a luchar por la vida de su retoño y a buscar la felicidad de este a costa de cualquier sacrificio o renuncia personal.
Durante la infancia tendemos a idealizarlos, a ver en ellos a superhéroes; pero el tiempo deja al descubierto sus defectos y su humanidad y cuando menos lo imaginamos, descubrimos frente al espejo lo mucho que nos les parecemos.
Esta crónica va para ellos: para los abuelos que plantaron casas y familias y nos legaron su decencia, para los padres que se quitaron su pan con tal de que no conociéramos el hambre, para los que este domingo no podrán disfrutar en familia porque sus trabajos se lo impiden y para los que salvan vidas desde otras naciones y tendrán que conformarse con una video-llamada o un mensaje de texto de sus muchachos adorados en un día en que merecen todos los homenajes.