El Kingue llegó al Cabo en el ‘90, un año después que el comandante Camacho. Allí se asentó en un pequeño rancho de guano donde apenas cabían él y su esposa Eneida. Su padre le había enseñado todo sobre la crianza de puercos silvestres. El bosque se convirtió en su amigo y en su hogar.
Su nombre es Euclides Castro González, pero nadie lo llama así; y es oriundo de las cercanías de María la Gorda. Desde que se adentró en la parte más occidental de la península de Guanahacabibes, le cuesta separarse de su finca, de los montes, de los farallones. Puede pasarse hasta seis o siete meses sin salir de la punta de Cuba.
ARREGLAR EL CABO
Los Cayuelos es una de las 13 fincas que la UEB Agropecuaria de la Empresa Agroforestal Guanahacabibes dedica a la crianza asilvestrada de cerdos. Es un área de 3 700 hectáreas que incluye humedales y zonas bajo manejo, protegidas por el Parque Nacional Guanahacabibes.
La casa de la finca está pegada a la carretera que conduce al faro Roncali, pero monte adentro; asegura El Kingue que tiene unos 300 puercos.
“Cuando llegué, esto era un oeste. Camacho le pidió a la Delegación de la Agricultura una persona para trabajar en la zona, entonces el director de la Empresa me designó a mí. Yo ni sabía que el Comandante lo había solicitado.
“En ese tiempo, aquí solo estaba Meteorología, Guardafronteras y Geocuba, más nada. Un día Camacho llegó al rancho donde vivía con mi esposa. Tenía unas puercas amarradas para empezar a amansarlas, porque ese era el objetivo con el que me mandaron allí, y me dijo que tenía que soltarlas. Aquello a mí no me gustó y le dije a mi esposa ‘cuando amanezca nos vamos’.
“Pero a las mujeres a veces hay que hacerles caso (dice entre risas). Ella me dijo que esperara, que Camacho no me conocía, ni yo tampoco a él. Como a los 15 días me mandó a buscar. Él y Gina vivían en una casa de campaña con una ‘plantica’ Honda y unas banqueticas muy sencillas para uno sentarse. Entonces me dijo: ‘Te mandé a buscar porque te debemos una disculpa, no tienes que soltar los puerquitos. A partir de ahora vamos a arreglar el Cabo’”.
El Kingue podría ser nombrado, fácilmente, el historiador del Cabo de San Antonio. Pero prefiere expresar que de allí ha tocado y visto todo, menos los tesoros que se mencionan en las leyendas de los piratas que desembarcaban en estas costas.
Camacho sí arregló el Cabo. Él fue un puntal aquí. Esto era un terraplén malísimo. Mi esposa Eneida y yo veníamos de El Vallecito en bicicleta y nos dábamos cuatro o cinco caídas por el camino, de lo malo que estaba. Hasta aquí llegó el desarrollo: la televisión, las comunicaciones, la carretera, el acueducto, la electricidad con energía solar, y hasta wifi”.
También con él se impulsó el desarrollo turístico de la península. Y siempre se mantuvo muy apegado a los finqueros. Nos daba la confianza para plantearle cualquier problema y la autoridad para resolverlos, porque confiaba en nosotros.
Nuestra misión no es solo la crianza de los cerdos, sino que protegemos el bosque y también colaboramos con Guardafronteras en todo lo que haga falta.
RECORRER EL BOSQUE
Cuenta El Kingue que hace 550 años, Hernán Cortés trajo los puercos a la península. Hace un poco de historia cuando nos interesamos por la forma en que cría a los animales y cómo, a sus 68 abriles, y una pierna de menos, se las arregla para seguir haciendo lo que le apasiona.
“Los cochinos que tengo son sitieros, les echo el poquito de maíz, les doy vueltas, y ellos siempre esperan a que yo vaya. Si dejo de ir y de echarles comida, se van a otro sitio. Aquí criamos muy distinto a otros lugares. Es un trabajo que lleva tiempo, paciencia y saber trabajar con los perros para amansar a los cochinos”.
Pero todo en teoría resulta abstracto, así que sin hablar mucho más ensilla a Pequeña, le pone la “araña” y nos invita a recorrer dos kilómetros de monte en busca de algunos ejemplares. El nieto lo acompaña. Comenta El Kingue, que con solo 13 años ya sabe más del Cabo que él mismo.
Con una agilidad asombrosa se apoya en la muleta que le remplaza la pierna y nos invita a subir. No recorremos un kilómetro cuando Dany, el nieto, avista una puerca con su cría. El Kingue los llama con un grito característico. Enseguida acuden a su voz. El finquero baja de un tirón, abre la bolsa en la que guarda el maíz y los alimenta.
Regresamos después de un rato. Durante el trayecto, cuenta algunas de las leyendas de los piratas, del alza’o que se escondió en una cueva y allí se encontró una botija, de la banda de Serapio García, de la cueva de perros jíbaros que hay por la zona y de la importancia de cuidar aquellos predios.
“A veces son las dos de la mañana y ando en la araña por estos montes velando por la seguridad de la vida silvestre por el peligro que representan los cazadores furtivos. El bosque necesita de personas que lo amen y lo cuiden”.
VIVIR PARA CONTARLO
Cualquiera dudaría que un hombre de casi 70 años y una sola pierna hace todo lo que El Kingue es capaz de hacer. Solo basta con ver la forma en que se desenvuelve para entender de dónde saca tanta energía y deseos de vivir.
Reconoce que lo más difícil es cuando se queda solo en la finca y tiene que arreglárselas en la cocina, pues, lamentablemente, perdió a su esposa, y en ocasiones el hijo y la nuera salen al pueblo. “Cuando hay que andar con calderos calientes y con el fogón sí paso un poco de trabajo, porque puedo quemarme o tener un accidente, pero yo soy un caso”.
El Kingue tiene un bote y sale a pescar a los golfos. “No hay nadie aquí que ande con la agilidad que lo hago yo en un bote, con un solo pie. Hace nueve años que estoy así. Y a pesar de eso me voy para el monte, enlazo cochinos, los subo a la araña, hago de todo.
“Eso va en la voluntad. He tenido momentos en que no he contado con nadie para que me haga las cosas. Una vez me faltaba un cochino y fui a buscar un perro a Caleta del Piojo (la finca colindante), Tequila se llamaba.
“La lechona era muy arisca y el perro pegó a correr hasta Caleta Larga, y cerca de una laguna la agarró. Aquello era un humedal lleno de cocodrilos, pensé que me comían a Tequila. No sé cómo llegué allí. Cogí la lechona, la amarré y viré rompiendo gajitos de matas para marcar el camino. Entonces llamé para que fueran a buscar al animal.
“Mi hijo me quería matar, decía que yo estaba loco. Pero tenía que hacerlo. Nunca imaginé que iba a perder una pierna. No me preparé para estar así. Como llegó, tuve que asumirlo”.
Pero cuenta que no siempre fue tan optimista. Reconoce que al principio de aquel problema no quiso vivir más:
“Me vi sin poder hacer las cosas que quería, no iba a hacer fácil. Decidí entonces morirme. Tenía a mis hijos, a mi familia al lado que me apoyaban y me ayudaban mucho, pero no le decía nada a nadie que quería dejar de vivir.
“Estando en el hospital decidí tirarme de la segunda planta, lo tenía todo planificado. Salí en mi sillón de ruedas de la sala como a las dos de la mañana, recorrí todo el pasillo, y cuando ya me disponía a tirarme, veo delante de mí a un viejito, de la misma sala, al que le faltaban las dos piernas y ni familia tenía. Justo al frente de aquel infeliz había una rubia, que era un monumento, dándole, a lo mejor, la mejor alegría de sus últimos años.
“Así fue como reaccioné y salí de aquel estado en que estaba. Me dije: ‘si este hombre, que está peor que yo, tiene una oportunidad así, entonces yo me como el Cabo’”.