La noche del 26 de noviembre de 1961, el campo cubano se llenó de un dolor incontenible, de un silencio que parecía ahogar los suspiros de los árboles y de la tierra. Bajo el manto oscuro de Limones Cantero, en el Escambray, dos vidas jóvenes fueron arrebatadas con una crueldad incomprensible. Manuel Ascunce Domenech y Pedro Lantigua, un maestro y su alumno, un joven de ciudad y un campesino humilde, cayeron asesinados por defender algo tan noble como el derecho a aprender, el derecho a ser libres.
Manuel, un joven alfabetizador de solo 16 años, había dejado atrás la comodidad de su hogar en la ciudad para unirse a la Campaña de Alfabetización, aquel movimiento transformador que buscaba iluminar con el saber las mentes de los cubanos más humildes. Con el libro en una mano y la antorcha del conocimiento en la otra, Manuel caminó por senderos difíciles, subió montañas, cruzó ríos y llegó hasta lo más profundo del campo, donde la oscuridad del analfabetismo había sido una constante por generaciones. Él, como tantos jóvenes de su generación, estaba decidido a encender una chispa de esperanza en aquellos que jamás habían tenido la oportunidad de sostener un lápiz, de ver una palabra cobrar sentido.
Pedro Lantigua, un campesino de alma noble y corazón sencillo, fue uno de esos cubanos que, a través de Manuel, descubrió el poder transformador de la educación. En sus manos trabajadoras, acostumbradas al azadón y al machete, el lápiz se sentía como un objeto extraño. Sin embargo, con la paciencia de Manuel, Pedro aprendió a dibujar letras en la tierra, a leer las palabras que hasta entonces habían sido ajenas a su mundo. La relación entre ambos fue más que la de un maestro y un alumno; fue una amistad sincera, un pacto de aprendizaje y de vida, una complicidad que creció al ritmo de cada letra, de cada frase, de cada sueño compartido.
Pero en aquellos días, enseñar a leer era una forma de subversión, una amenaza para aquellos que veían en el analfabetismo una herramienta para mantener el poder y el control. Las bandas armadas que merodeaban el Escambray, opuestas a la Revolución y a sus ideales de justicia, vieron en Manuel y en Pedro un símbolo de la resistencia, una representación de un futuro que no querían permitir. Así, aquella noche de noviembre, irrumpieron en la casa donde Manuel y Pedro estaban refugiados, desatando su odio y su violencia sobre ellos.
Manuel y Pedro no solo fueron asesinados; fueron martirizados. Sus cuerpos quedaron como testimonio de una brutalidad que no pudo vencer la fuerza de sus ideales. La sangre de ambos se mezcló con la tierra del Escambray, impregnando el suelo con un mensaje de resistencia y valentía. A través de su sacrificio, Manuel y Pedro se convirtieron en símbolos inmortales de la Campaña de Alfabetización y del derecho de todos los cubanos a aprender, a ser dueños de su destino.
Hoy, cuando los recordamos, pensamos también a todos aquellos jóvenes alfabetizadores que, con un cuaderno y un lápiz, desafiaron la oscuridad y sembraron semillas de libertad en los campos de Cuba. La historia de Manuel y Pedro es la historia de un país que se levantó para erradicar el analfabetismo, de una juventud que creyó en la educación como la fuerza más poderosa para cambiar el mundo.
Los años han pasado, pero la memoria de ellos sigue viva. Sus nombres resuenan en las aulas, en las voces de los maestros, en cada paso de los estudiantes. Son un faro, un recordatorio de que el conocimiento es la herramienta más poderosa, y de que, cuando un pueblo se levanta para aprender, nada ni nadie puede detenerlo.
Aquel 26 de noviembre de 1961, la vida de Manuel y Pedro fue apagada de forma brutal, pero su luz sigue encendida. Porque ellos, con su entrega y su sacrificio, sembraron en el corazón de Cuba una llama que ni el tiempo ni la adversidad han podido extinguir.