Ilia no quisiera recordar los acontecimientos que marcaron a su familia en octubre pasado. “Fue una agonía, nos dice, esa espera sin saber. En esta casa no se veía el televisor, se comía porque hacía un esfuerzo para que mi mamá se alimentara un poco también y el teléfono no se colgaba, mientras uno hablaba enseguida empezaba a entrar otra llamada y nosotras colgábamos porque no sabíamos si era alguien para informarnos los resultados de los PCR”.
Así recuerda Ilia Valdés Lorenzo los días grises en los que la COVID-19 dejó de ser una enfermedad lejana y sorprendió a los integrantes de su familia. Ella de 58 años, su esposo Francisco Crespo Acosta de 62, y sus padres Oscar Valdés Buergo y Nora Lorenzo Machín, de 84 y 82 años, respectivamente. Todos enfermaron.
La casa quedó vacía y debieron marchar al hospital. Ellas en una sala, ellos dos en otra. Apenas un celular les permitía conocer brevemente a unos el estado de salud de los otros.
Su hogar fue el primero de los implicados en lo que la población conociera como la cuarentena del reparto Raúl Sánchez (Llamazares), aunque insisten en que sus contactos directos ninguno fue positivo.
“Creo que nosotros habíamos sido bien cuidadosos con las medidas higiénicas. Aquí en la casa es costumbre llegar directo a lavarse las manos y dejar el nasobuco en el patio para lavarlo después, pero pasó”, reconoce Ilia.
“Y entonces uno queda con esa sensación de miedo, de incertidumbre, de culpa. Mis padres tienen más de 80 años cada uno y uno piensa: todo lo que hice no fue suficiente”.
¿Cómo llegó la enfermedad?
“Hoy está trabajando, por eso no nos acompaña aquí. Mi esposo es muy alérgico, es normal que estornude con frecuencia, pero al conocer de un caso positivo en su centro laboral decidió presentarse como contacto. El sábado 17 lo ingresan y el 19 le confirman que era positivo. Inmediatamente nos visitaron y mi papá, que tenía tos, fue ingresado como sospechoso y el miércoles estuvo el resultado de su PCR.
“Verlo salir solo por esa puerta fue muy difícil. Él es una persona saludable para su edad, los dos lo son, pero no deja de ser un adulto mayor y todos sabemos que los viejitos son los más vulnerables.
“En la casa quedamos mi mamá y yo, y el día 25 nos confirman que también éramos positivas, aunque siempre estuvimos asintomáticas. En lo que llegaba ese resultado tratamos de ser objetivas y en medio de la preocupación le dije: ‘Vamos a prepararnos para lo peor’. Hicimos nuestros maletines y empezamos a pensar ya con la cabeza más fría quién más podía ser contacto, que no se nos quedara nadie. Solo el interferón nos provocó algún tipo de malestar, un poco de fiebre a mí y náuseas a mi mamá”.
El rostro de la hija aún muestra desconcierto: “Son días que no encuentro palabras para describirte lo que sentía. Es una desesperación. Papi nos decía por el celular que no quería comer, que respetáramos su voluntad.
“Cuando a mi papá le dieron el alta hubo otro dilema, ¿para dónde lo mando? Nosotros seguíamos todos en el hospital y nuestros familiares más cercanos eran contactos nuestros y permanecían aislados. Tuvo que venir solo para la casa y de aquí no podía salir, unos vecinos se encargaron de su comida”, narra esta mujer a la que le brillan los ojos de tan solo recordar el momento.
Oscar, que nos escucha atento, es un señor delgado con una capacidad impresionante para explicar y resumir lo ocurrido. Ha hecho apuntes para que no falte nada.
“Recuerdo que llegué y me senté en esta misma esquina del sofá. Puse el maletín en el piso y me pregunté: ´¿Y ahora qué yo me hago?´ No encontraba nada, ni el café. Por suerte ellas llegaron pronto.
“Te tengo que decir que ahora trato de hilvanar los hechos y siento que hay momentos que no recuerdo, que borré de mi memoria. Fui trasladado al hospital en aquellos días en los que traían muchas personas de los municipios y lógicamente la atención era demorada. Tuve diarreas, cada vez que me bajaba de la cama para ir al baño los otros pacientes me decían: ‘¡Abuelo, cuidado!’, por miedo a que resbalara”.
Ilia refiere que su esposo lo ayudaba mucho, pero no pudo encargarse todo el tiempo de él en aras de ser disciplinado, porque un paciente no debe estar en contacto con otro o te llaman la atención.
Oscar comenta que bajó mucho de peso, tuvo dificultades con el gusto y el olfato, sentía que se volaba en fiebre y cuando le ponían el termómetro no pasaba de 36 grados, y dice que está seguro de que se le cayó un poco el pelo: “No sé si fue por la COVID-19 o por la preocupación, pero sé la cantidad de cabello que tenía”, expresa a la vez que se pasa las manos finas por las canas espesas.
Ocurrió, además, que la hija estuvo de alta primero que la madre. “Ella estaba asintomática, es verdad, pero te imaginas irme del hospital y dejarla por detrás”.
Pero Nora, una señora blanca en canas y un tanto gruesa, es dulce al habla y muy práctica: “No tienes opción, y en la casa resuelves más que aquí, ve tranquila que yo me siento bien”, le aseguró. Y así mismo fue, ella llegó después, con muchos deseos de ver a Oscar, con la nostalgia de quien, en casi 60 años de matrimonio, solo se había separado de su compañero de vida por cuestiones de trabajo.
El último en tener su alta epidemiológica fue el esposo, que no estuvo completamente tranquilo hasta el primero de diciembre. Ilia asevera que nunca durmió tanto tiempo con un nasobuco puesto como en esos días.
“Mira, tenía pánico. Les dije a mi papá y a mi esposo que fueron los primeros en llegar a la casa que dejaran los maletines en una esquina y no los tocaran. Cuando llegué empecé a lavarlo todo, primero lo que venía del hospital, después la ropa de cama, pasamos desinfectante a todo. Era una cosa enfermiza, miraba alrededor para ver qué más podía lavar.
“Al principio pasaba un pañito a las superficies con cierta frecuencia, en esos días era todo el tiempo y ese miedo de saber que de manera muy fácil nos podemos enfermar no lo he superado”.
EL HOGAR DESPUÉS DE LA ENFERMEDAD
Detrás de la puerta de entrada de la casa de Ilia hay una pequeña tendederita con unos cinco o seis nasobucos limpios colgados, sobre la mesa un frasco de spray con Manosol y en el lavamanos un jabón con una toalla al lado.
Son medidas del hogar que estaban desde antes, pero que ahora se refuerzan. Ilia, que tiene una voz muy joven, también acumula sus décadas y sabe cuán vulnerables son los miembros de su familia.
Guarda la preocupación de que puedan desarrollar con los años algún tipo de secuela de la enfermedad, “pero eso no lo sabe nadie”, coincidimos.
Ahora solo puede estar feliz de que estén todos juntos y sanos. Han puesto sus esperanzas en que salga rápido una vacuna y puedan ver a la nietecita recién nacida que no vive en Cuba.
Apenas quieren hablar de los días de la enfermedad y de la incertidumbre durante la espera de los PCR, pero han accedido a esta entrevista porque saben que su historia pudiera ayudar a los demás a comprender la seriedad y gravedad de la COVID-19.
La familia se desestabiliza, surge el temor de perder a los más viejitos; de contagiar a tanta gente cercana y querida, al niño de un amigo o a tu propio nieto. Queda el susto de las secuelas, la sensación de que todo cuánto hicimos para protegernos y proteger a los demás no fue suficiente, y la certeza de que la primera y más segura vacuna hoy es la percepción del riesgo, el actuar consciente y responsable.