Xi Jinping, Emmanuel Macron, Angela Merkel y la Organización Mundial de la Salud quieren que cualquier vacuna contra el nuevo coronavirus sea un «bien público mundial», pero Donald Trump tiene otra prioridad: vacunar a todos sus compatriotas.
Estados Unidos anunció el jueves una subvención récord de 1.200 millones de dólares para el laboratorio británico AstraZeneca, que fabricará la eventual vacuna en la Universidad de Oxford, con la condición de una transferencia de tecnología a Estados Unidos y la entrega de 300 millones de dosis.
Detrás del principio del “bien público mundial” subyacen en realidad dos problemas distintos: la propiedad intelectual y la distribución de las primeras dosis. El primero puede ser más fácil de resolver que el segundo.
África reclama una vacuna sin patentar, de acuerdo con el presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa. Es poco probable que eso se materialice, porque los laboratorios querrán recuperar sus miles de millones de inversiones y contarán con el apoyo de Estados Unidos, hostil a cualquier cuestionamiento de derechos internacionales de propiedad intelectual, según le reiteró esta semana Washington a la OMS.
Por lo tanto, la vacuna probablemente no será gratuita. En cuanto al precio, varios grupos se han comprometido a cubrir solo sus costos de producción.
Pero la promesa del precio de costo es relativa. Se hizo en el pasado para tratamientos contra el VIH, señala Matthew Kavanagh, de la Universidad de Georgetown, pero los fabricantes de medicamentos genéricos descubrieron más tarde que sus costos reales eran una décima parte o incluso menos, lo que demuestra que hay un margen laxo para establecer los precios de costo.
Para Mark Feinberg, ex director científico de MerckVaccines y actual presidente de la International AIDS Vaccine Initiative (IAVI), los laboratorios aprendieron la lección y no querrán ser “parias”, lo que dañaría su reputación y su rentabilidad.
Feinberg cree que el intercambio de propiedad intelectual se hará de todos modos. Puesto que “ninguno puede responder solo a la demanda mundial, se verán obligados a encontrar socios para fabricar el producto”, sostiene.
La pregunta incómoda es ¿cuáles de los 7.600 millones de habitantes del planeta serán vacunados primero?
Estados Unidos primero
La OMS, Europa y las organizaciones no gubernamentales involucradas en la lucha contra la covid-19 quieren establecer un mecanismo inédito de distribución “equitativa”, que tenga como prioridad la vacunación prioritaria del personal sanitario de todos los países afectados y después de trabajadores esenciales (policía, transporte…), antes que el resto de la población.
Pero a Trump, urgido por volver a la normalidad, la solidaridad internacional no es algo que le quite el sueño: su gobierno tiene el objetivo –altamente hipotético pues los ensayos clínicos apenas comienzan– de contar con 300 millones de dosis para enero para vacunar a todos los estadounidenses.
“Su mentalidad es muy insular, muy xenófoba, todo lo contrario de lo que se necesita para controlar una pandemia”, estimó Sten Vermund, decano de la escuela de salud pública de Yale.
Pero Estados Unidos no solo no es una isla sino que depende ampliamente de otros países para alimentarse y cubrir otras necesidades de consumo, recuerda. “No volveremos a la normalidad si el mundo sigue siendo asolado por el coronavirus”.
El hecho es que el gobierno de Trump ha invertido cientos de millones de dólares desde febrero en cuatro vacunas experimentales (Johnson & Johnson, Moderna, Sanofi, Oxford/AstraZeneca), con la esperanza de que una o varias tengan éxito y se fabriquen en Estados Unidos.
Los ejecutivos de Moderna, una firma de biotecnología, y de Sanofi básicamente le han dicho a Europa que sería una buena idea imitar a Washington.
La máxima garantía contra una eventual nacionalización de las vacunas será construir fábricas en varios continentes.
Pero a diferencia de la pandemia de gripe H1N1 en 2009, “comenzamos con una hoja en blanco, no tenemos ni vacuna ni fábrica”, dice Pascal Barollier, de Gavi, una organización que compra vacunas para países en desarrollo.
La coalición público-privada Cepi, lanzada en 2017 en respuesta al fracaso inicial contra el ébola, ha invertido 500 millones de dólares en nueve firmas que desarrollan vacunas contra la covid-19. A cambio, les exige que se compartan las tecnologías para una producción masiva y rápida.
Así, subvencionados, los laboratorios construyen líneas de producción adicionales sin esperar los resultados de los ensayos clínicos.
Las empresas se alían. Moderna podrá producir en Estados Unidos (para el mercado estadounidense) y en Suiza (para Europa). Sanofi se asoció con un competidor, GSK; los dos gigantes tienen múltiples fábricas a ambos lados del Atlántico.
Para vacunar al planeta, queda esperar que varias vacunas, y no solo una, tengan éxito.