Recién visité la casa de un amigo que, por azares y cosas de la vida, emigraría casi de inmediato hacia el “Norte”. Su convite tenía como motivo principal el de la despedida, quizás para siempre, pues gran parte de su familia cercana también había viajado poco tiempo atrás.
Por supuesto, otra de las agendas, oculta debo decir, era la de otorgar regalías a sus escasos amigos, a aquellos que se presentaran para el adiós final. Ropas, calzados, utensilios y herramientas de las que no pudo deshacerse, entre otros, irían a parar a manos de quienes más las necesitaran.
Debo decir que mi amigo es como yo, cabeza de un círculo pequeño de compañeros, ratón de biblioteca, lector de cuánto texto se haga e imprima. Y lo digo precisamente, pues una de las paredes de su cuarto, y otras dos de su sala, están forradas de libros. Como todo buen amante de las letras, mi primera parada antes de llegar a la convención social y la algarabía, fue ante estas paredes. Mis ojos requisaban toda la estructura en busca de obras interesantes, de tomos raros.
No demoré en hallar a la vista más de 15.
-¿Te interesa alguno? Puedes llevarte los que quieras. Como si te llevas la pared entera.
Inquieto y preocupado respondí: -¿Y eso? ¿No me digas que los vas a botar?
La mirada de mi amigo recorrió toda la estantería y en suspiro exhaló: -Toda una vida para esto, y al final los tengo que dejar atrás. Llévate los que quieras, pues ya no me queda tiempo para hacer nada con ellos, y los futuros dueños de la casa me dijeron que no los querían.
Ante tal afirmación, supe de inmediato que irían a parar al basurero, o al carretón del señor que recoge su basura.
No reprocho ni cuestiono la actitud de mi amigo, pues supongo que ante la presurosa e inminente noticia de tal viaje, lo último en que pensó fue en sus libros; y aunque deberían haber sido una de sus preocupaciones primarias, lamentablemente como seres humanos le damos más valor a otras cosas materiales que, de hecho, son efímeras.
No hace mucho tiempo narré el dolor de ver buenos libros tirados en la basura. Obras cumbres sucias, empapadas de rocío y cubiertas de malezas y heces equinas. El ver libros arrojados al hedor y la desidia de un basurero, es cuanto menos, un golpe devastador para el alma.
Muchos coincidirán conmigo, que nada lo justifica, ni hacer espacio ni el apremio de un viaje, ni siquiera el olvido momentáneo del valor de lo que contengan dichas páginas.
A título personal creo, como deberíamos creer todos por doctrina Martiana, que nunca es tarde para regalar un libro. Recordemos que “(…) un libro bueno es lo mismo que un amigo viejo (…)”.
Por tal motivo, “regalar amigos” debería estar de moda cual tendencia del momento. Un nuevo universo de enseñanzas bajo nuestros ojos convendría ser siempre motivo de regocijo.
Incluso, cuando el tiempo sea corto para otorgarles un destino digno, basta ponerlos cajas o jabas de nailon en la acera del frente. De seguro aparecerán personas que los atesoren, que lleven tiempo buscándolos, que les sirvan para un excelente regalo o que, simplemente, lucren con ellos. Y sí, prefiero el lucro antes que la basura. Mi punto es que siempre, siempre hay personas que están dispuestas a llevarse más de un
libro a casa. Pregunte, y no faltarán los que levantarán su mano para asirse a la buena literatura, ya sea de ciencias, de letras o de técnicas u oficios. Siempre existirán personas prestas al conocimiento, listas para la aventura que se resguarda tras una carátula. Siempre existirán personas que “adopten” libros y que necesiten “nuevos amigos”. Alguien se llevará esos libros de la acera, no lo dude.
La moraleja de estas líneas es que cada libro contiene en sí universo de conocimientos, y por tal motivo, es preciso respetarlos como a nuestros primeros maestros. Amigo lector, no bote sus libros. Seguro estoy que otros encontrarán fortuna donde usted ya solo ve polvo, memorias y polillas. Hágale un bien al mundo, y regale amigos.