Con apenas 22 años ya había enviudado. Puso a sus dos hijos pequeños al cuidado de sus padres y decidió becarse para poder salir adelante y superar el cuarto grado de escolaridad. En poco más de una década venció todos los niveles de enseñanza, en medio de zafras azucareras y otras contiendas difíciles, hasta que en 1975 se graduó de ingeniero agrónomo en la Universidad de La Habana.
A grandes rasgos se dice fácil, pero la vida de Orestes Lucio González Jiménez ha sido un constante batallar. Sin embargo, a sus 82 años de vida se enorgullece de haber dedicado 54 al magisterio, 40 de ellos a la Universidad de Pinar del Río.
DE NIQUERO A SAN ANDRÉS
El profe Orestes es uno de los más veteranos de la Famsa, como aún se le conoce a la otrora Facultad de Montaña de San Andrés, hoy sede adscrita a la Facultad de Ciencias Agrícolas y Forestales de la UPR y, aunque siente un apego indescriptible por la institución, confiesa que fue la necesidad de una vivienda lo que lo llevó hasta ella, hace ya más de tres décadas.
Desde que cruzamos las primeras palabras se nota el acento típico del oriente cubano. Así, me cuenta cómo, desde un pequeño pueblo rural en Niquero, Granma, llegó al otro extremo de la Isla a echar raíces y a entregar su vida al magisterio.
“Nací en Campechuela, pero nos mudamos a Niquero y allí crecí. En aquellos tiempos, tener un cuarto grado era algo tremendo. Fíjese que fui hasta brigadista Conrado Benítez. Pero mis padres siempre quisieron que me superara y seguí estudiando.
“Mi primera esposa murió en el parto de nuestro segundo hijo. Tenía solo 20 años. Entonces decidí becarme y mientras estudiaba, a una velocidad acelerada, viví etapas en que se interrumpían las lecciones y había que irse para la zafra azucarera o para el arroz. Eran tiempos duros”, rememora.
Conversamos en uno de los pasillos de la Famsa. Antes de contarme cómo llegó a vivir en una de las 10 casitas que construyeron para acercar a los profesores al centro, me habla de sus años mozos en aquel pueblito de Niquero, de cuando desde su casa se escuchaban los disparos del combate de Alegría de Pío, de la noticia del triunfo revolucionario, de Girón, la Crisis de Octubre y los cinco días del ciclón Flora.
“Con 24 años me fui al Cauto a fomentar una arrocera, y ahí aprendí sobre el cultivo del arroz hasta que fui a parar a La Habana donde me quedé como profesor para formar técnicos medio, aún sin terminar la escuela.
“En la capital conocí a mi segunda esposa y, como el fósforo y el alcohol no pueden estar cerca, tuvimos dos hijos. Luego nos mudamos a Cajálbana, al Politécnico Forestal, porque en La Habana no teníamos donde vivir. Entonces un amigo me pidió que me incorporara a la Universidad de Pinar del Río a dar clases”.
Ya como ingeniero agrónomo estuvo 10 años en la UPR, pero la distancia de los suyos seguía siendo un obstáculo, hasta que al enterarse de las nuevas viviendas en la comunidad de Cantarrana, la misma universidad le dio la oportunidad y decidió irse a San Andrés hasta hoy.
“Tengo la mala costumbre de no saber decir que no, así que en las carreras de Forestales he dado de todo. Cada vez que salía una asignatura nueva me la daban. En esta escuela he impartido Fitotecnia, Frutales, Experimentación… La verdad es que tuve que guapear muy duro, pero no me arrepiento. Es maravilloso haber pasado todo eso”.
ENAMORADO DE LA AGRONOMÍA, DEL MAGISTERIO
El profe Orestes vive solo. A su segunda esposa también la perdió. Con cariño habla de sus cuatro hijos, de sus nietos, y hasta del bisnieto que ha venido a colmar de regocijo sus días.
Aunque está jubilado desde hace años, permanece aún en el claustro de la Famsa. Sus más de ocho décadas no le han nublado la capacidad de enseñar ni la claridad en los conocimientos. No obstante, considera que ya es hora de tomarse un descanso, porque la salud así lo demanda.
“Vivo enamorado de mi carrera. Cada vez que pienso que es mi último semestre, se me hace un nudo en la garganta. Y no solo por la Facultad, sino por la enseñanza, por el intercambio, por el calor humano entre el profesor y el alumno. Cada estudiante es un mundo, y uno llega a conocer a tantos mundos que eso va conformando el amor por lo que hace.
“Aunque ya esté pensando en retirarme, por problemas de salud, siempre digo que tengo un joven por dentro. Por eso me indigna cada vez que oigo a la gente decir que no se puede, ¿cómo no se va a poder?”.
Y con esa misma convicción habla de los retos de hoy en la agricultura, de las nuevas generaciones de ingenieros, del futuro de un país que ha pasado por tanto.
“¿Por qué en la agricultura no se ha respondido como debe ser?, me inquiere sin dejar espacio a respuesta. Pues porque antes teníamos que salir y guapear como se pudiera, y lo que habíamos vivido era muy duro. Sin embargo, ahora los padres son muy sobreprotectores con los hijos, ‘no hagas esto, no hagas lo otro’, y como es lógico, los hijos se vuelven muy dependientes, por eso cuando se les da una tarea fuerte, la respuesta es no, o vienen las excusas.
“Esa es una de las razones por las que hoy se forman ingenieros que solo están pensando en graduarse e irse para otros lugares. O a veces, cuando das una clase práctica, los oyes protestar porque se tienen que meter en el fango. Entonces, ¿qué agrónomos estamos formando?
“Nosotros somos los culpables. Nos acostumbramos a estar como el pajarito que abre la boca, le echan el gusanito y sigue en el nido sin moverse. Abusamos de eso, y en la vida hay que guapear.
“La agricultura es nuestra principal riqueza, y ha sido muy vilipendiada. Es increíble que siendo un país eminentemente agrícola, la canasta básica en la actualidad salga de las importaciones, que haya que esperar a que llegue un barco con arroz, con frijoles, con azúcar y con café. Nos dormimos en los laureles. En la mayoría de los países la agricultura es subvencionada, pues hay que aportarle, porque es la que garantiza la comida”.
El arte también forma parte de la vida del profe Orestes. Hay días en que lo necesita más que otros.
“Luego de que mi segunda esposa falleciera, había noches en que eran las tres de la mañana y aún estaba pintando. Cuando lo hago es como si se detuviera el tiempo y se fueran todos los problemas. Tengo unas cuantas cositas hechas, guardadas”.
Aunque lamenta no tener las condiciones para escribir sus memorias, le enorgullece haber escrito un libro sobre Experimentación Forestal que se conserva en la Universidad. Un texto para el cual tuvo que prepararse en varias estaciones experimentales de Cuba y que le aportó mucho a la carrera.
Casi al terminar el diálogo, recorre con los ojos algunos alrededores, como quien acaricia con nostalgia la que ha sido su casa por mucho tiempo. Entonces recalca de inmediato: “Lo que no le debe faltar nunca a un maestro es el amor por lo que hace”.
Excelente y merecido artículo sobre el Profesor Orestes Gonzales. Fuimos compañeros de trabajo durante 40 años y siempre fue un ejemplo a seguir tanto en su vida familiar como laboral. Se destacó por su consagración sin límites y excelentes relaciones con sus colegas profesores, trabajadores en general y estudiantes. Ha sido un educador ejemplar.