Durante este tiempo de distanciamiento físico impuesto por la COVID-19 mucho hemos pensado sobre el fin de la epidemia, el nuevo orden, la economía, el turismo, el país, las colas, la familia, la convivencia, la sobrevivencia de la pareja en el confinamiento, la escuela, el fin de curso, los médicos y sus esfuerzos, las promociones de Etecsa, los datos móviles, la comida, las nuevas medidas para la recuperación, el salario, las vacaciones…
Sin embargo, hay un tópico que ha sido rezagado por la fuerza de la circunstancia, aún cuando constituye sentido compartido quienes coexistimos en la Tierra hoy, aquí o allá, más allá de raza, etnia, edad, religión o procedencia social.
Me refiero al tema ambiental, a propósito de celebrarse este 22 de mayo el Día Internacional de la Diversidad Biológica. La fecha fue proclamada por la ONU para concienciar a estados y pueblos sobre la importancia de su conservación y los daños ocasionados por la subestimación de los humanos a la naturaleza como sujeto de derechos.
Pero este comentario se interesa menos por la celebración que por reivindicar el sentido de un asunto al que no podemos ser indiferentes. Todos formamos parte de la diversidad biológica, junto a amplia variedad de plantas, animales y microorganismos. La coexistencia de los unos con los otros mantiene el equilibrio de vida y belleza, a la vez que satisface las necesidades de cada especie.
Son los recursos biológicos los pilares que sustentan las civilizaciones. Por mencionar algunos, en el mundo los peces proporcionan el 20 por ciento de las proteínas animales a unos tres mil millones de personas y más del 80 por ciento de la dieta está compuesta por plantas. Nuestra existencia depende de los bienes y servicios de los ecosistemas, como el agua dulce, alimentos, medicamentos, ropa, refugio, combustible, energía, todos indispensables para la salud y la producción material de la vida.
Ante tanta benevolencia, nosotros respondemos con indiferencia, arrogancia, al establecer con la naturaleza una relación de superioridad y poder. Llevamos años de explotación, la hemos colocado en la posición de servirnos, sin escuchar sus señales y quejas.
La actividad del hombre ha alterado tres cuartos del ambiente terrestre, alrededor del 66 por ciento del medio marino y más de un millón de animales y plantas están hoy en peligro de extinción. La ambición del capital financiero imperante altera las interacciones entre los organismos vivientes con sus entornos físico y químico.
Despiadadamente hemos deforestado, fragmentado el hábitat, introducido familias invasoras, promocionado el calentamiento global fomentando la cultura del consumo a expensas del uso insostenible de los recursos. A ello se suma que los espejismos del desarrollo han exacerbado la urbanización descontrolada, sin reparo en la sobreexplotación de los ecosistemas.
Ante tal ataque, las inundaciones, las sequías, los incendios forestales, las erupciones volcánicas, los terremotos y los maremotos han sido los principales mecanismos de defensa de los que la naturaleza se ha valido para sostenerse.
Las epidemias también clasifican, según expertos, dentro de la lista de desastres producidos por el daño ambiental, con la consecuente pérdida de la diversidad biológica.
Hoy vivimos uno de los episodios más letales de los últimos tiempos. Desde muchos rincones del planeta se intenta desentrañar el enigma del nuevo coronavirus, que ha causado la muerte a cientos de miles de personas. Su causa, sea cual sea una vez develada toda hipótesis, necesariamente está relacionada con la reacción del ambiente al irrespeto de los humanos.
Como ente vivo, se sintió agotada, sobrecargada, estresada y mandó a los individuos a sus casas, para disfrutar, en el 2020, de su derecho al descanso. Disminuye la producción mundial, el turismo, el tráfico aéreo, marítimo y terrestre y, con ello, muchas especies recuperan la libertad, reprimida por nosotros, de vivir, reproducirse, respirar.
No hay que esperar al 22 de mayo ni a las iniciativas de Naciones Unidas para poner a debate un tema global que tiene expresiones concretas en las maneras que asumimos de relacionarnos con la diversidad, en los hábitos de consumo y en el lugar en el que ubicamos a la naturaleza dentro de nuestra escala de valores.
Es hora de escarmentar. La COVID-19 nos ha dado lecciones para que, con la recuperación, nos llegue una renovada manera de entender el mundo, estimando el equilibrio y la vida como los patrimonios más valiosos. La Tierra tiene derecho a reclamarnos y nosotros el deber de escucharla, atenderla, complacerla.