El club de ajedrez de Manhattan, de cara al Central Park, era uno de los sitios predilectos del ajedrecista cubano José Raúl Capablanca en Nueva York. Solía visitarlo cada noche y observar por unas horas el juego de los aficionados que allí se reunían.
El siete de marzo de 1942 no fue la excepción. Estaba de buen humor y comentaba la partida de dos contendientes, cuando sintió un extraño malestar en todo su cuerpo. Se levantó de su puesto algo perturbado y pidió que alguien le ayudara a quitarse el abrigo; segundos después se desplomaba sobre los brazos de las personas que se dignaron a asistirle.
En el hospital cercano de Monte Sinaí murió al día siguiente, a causa de una hemorragia cerebral provocada por los desarreglos de hipertensión arterial que padecía desde hacía tiempo.
Sus restos fueron trasladados a Cuba y enterrados en la necrópolis de Colón, acorde a su voluntad. La pieza del rey del ajedrez, fue esculpida en mármol al pie de su tumba para evocar al único cubano coronado campeón mundial de esa disciplina.
Había nacido el 19 de noviembre de 1888 en la instalación militar del Castillo del Príncipe, donde su padre, José María Capablanca, ejercía como comandante del ejército español. Era este un hombre culto y educado, con gran afición por el juego ciencia.
José Raúl le observaba jugar con una curiosidad extraña para un niño tan pequeño y en una ocasión hasta le corrigió un mal movimiento, lo que dejó a los presentes boquiabiertos.
El corazón del militar saltó exaltado dentro de su pecho cuando descubrió que su hijo, de cuatro años, era capaz de derrotarlo en una partida sin el menor esfuerzo. Decidió entonces estimular su talento e introducirlo en el Club de Ajedrez de La Habana.
Con 13 años el infante dominó al maestro Juan Corzo y se convirtió en campeón de Cuba. Desde entonces tomaría parte en diversos torneos celebrados en Europa y Estados Unidos. A sus 23 conquistó el título de Campeón Panamericano, lo que le granjeó prestigio entre sus contemporáneos.
El hacendado Ramón San Pelayo propuso a la familia Capablanca financiar la educación del joven y le pagó los estudios secundarios en la Woodycliff School de New Jersey, en Estados Unidos. Allí ganó fluidez en el inglés y adquirió habilidades que le permitieron matricular luego en ingeniería química en la Universidad de Columbia.
Después de haber vencido dos cursos completos en dicho centro, e incitado por las constantes distracciones del deporte que amaba, decidió abandonar la academia y volcarse de lleno a su pasión.
En el campeonato estadounidense de 1911 se alzó con un tercer lauro compartido y en el torneo de San Sebastián superó a los mejores jugadores de su época entre los que figuraban Rubinstein, Nimzowitch, Spielmann, Marshall, Janovski, Schelechter, Vidmar, Tarrasch y Berstein.
“La máquina de jugar ajedrez” le llamaba la gente, asombrada ante tanta perfección.
“Yo sé a simple vista cómo ha de tratarse una posición, lo que puede ocurrir, lo que va a suceder, otros hacen ensayos, pero yo sé, yo sé”, confesó cierta vez el jugador.
Entre marzo y mayo de 1921 disputó en La Habana el título de campeón mundial de ajedrez con el alemán Enmanuel Lasker (campeón defensor), cita en la que salió invicto.
Su reinado duraría hasta 1927, cuando perdió frente al ruso-francés Alexander Alekhine. Este último nunca ocultó su admiración por el cubano. En una de sus declaraciones refirió: “No entiendo ni ahora, después de tantos años, cómo he conseguido ganar a Capablanca”. “…Es el más grande jugador de todos los tiempos”.
Hacia 1928 todos creyeron apagada la chispa del “Mozart del ajedrez”, pero le quedaban todavía partidas increíbles que dibujar sobre el tablero.
A lo largo de su carrera llegó a tomar parte en 29 torneos de gran nivel, de los cuales ganó quince. Se le atribuyen en total 318 victorias, 249 empates y 34 derrotas.
Tenía una personalidad irresistible, era pulcro y muy delicado en su trato con las mujeres.
Su primer matrimonio fue con la camagüeyana Gloria Simoni Betancourt, con la que tuvo dos hijos, pero esta unión no duró mucho tiempo. Hacia 1934, en una recepción del consulado de la República de Cuba en Nueva York, José Raúl conoció a una mujer que lo dejó sin aliento: la rusa Olga Chagodaef. La muchacha se movía con gracia por todo el salón y el trebejista no podía apartar los ojos de sus cabellos rubios y de aquella delgada cintura, hasta que se llenó de valor para acercársele y decirle: “Un día nosotros estaremos casados”.
Olga lo amó desde el primer momento y alentó la carrera de su compañero con todo el ímpetu que la caracterizaba.
El ocho de marzo de 1941, ambos visitaron Pinar del Río para dejar inaugurado un club que llevaría el nombre del afamado ajedrecista. La ceremonia tuvo lugar en el hotel Ricardo (hoy Vueltabajo), donde Capablanca dictó una conferencia y participó en una simultánea de 30 tableros.
Su estancia en la provincia fue realmente corta, pero significativa para que los pinareños aún presuman con la certeza de que un día el mejor ajedrecista del mundo honró con su presencia la ciudad.
Al año siguiente, con apenas 54 años, falleció en las circunstancias antes descritas en Nueva York, pero su leyenda lo trascendió en el tiempo.
“Juego al ajedrez para divertirme, y las jugadas vienen a mi mente de una manera subconsciente, supongo, mientras estoy jugando”, solía afirmar el genio cubano.
En todo el mundo se estudia todavía su legado y su juego sencillo, que a decir del campeón mundial soviético Mijail Botvinnik, producía, y sigue produciendo, un irresistible efecto artístico.