Confieso que casi siempre asumo una posición escéptica cuando me hablan de nuevas versiones en el hecho artístico, sobre todo si se trata de clásicos. Y no por aquello de que “segundas partes nunca fueron buenas”, lo cual encierra una concepción fatalista del poder creativo del hombre, sino porque resulta difícil, muy difícil, igualar o superar la obra inicial tomada como referente.
Pero en el caso que nos ocupa y motiva el resultado conseguido ha sido tan legítimo, tan auténtico, que de inmediato nos incita al aplauso y la ovación. Este tren se llama deseo, puesta en escena del reconocido dramaturgo pinareño Irán Capote Fuente, es absolutamente desde todo punto de vista un incuestionable suceso cultural.
Durante las tres noches de espectáculo la sala de representación fue pequeña y se congregó un público que sintió y vibró intensamente. Y lo que es todavía más admirable: en cualquier parte de la ciudad el tema se erigía con dimensiones francamente no habituales. Por eso, no considero apologético afirmar que devino acontecimiento sociocultural.
Estaba convencido de que ese clima iba a lograrse, no solo por la maestría de sus realizadores, sino porque estamos en presencia de un teatro que –transgresor o no– yo prefiero denominarlo “pleno”. Al detenerse en su recreación de la realidad, precisamente en las aristas, sectores y modos de vida que casi siempre se obvian o callan, rompe muros y barreras. “Lo marginal”, “lo feo”, “lo turbio”, “lo contestatario”, son también partes de nuestra cotidianidad, quiérase o no.
De nada vale edulcorar ambientes o atmósferas que están ahí, a la vista de todos. Montarnos en ese tren es una acción que expresa claramente esa actitud sincera y transparente de vivir como somos. Se aborda una problemática que apunta hacia algo tan serio y responsable como la identidad.
A la consabida interrogante “¿ser o no ser?” se opta abiertamente por lo primero, por tal razón, queremos “engancharnos” y no “bajarnos” de ese tren que como alegoría simboliza la concreción de nuestros deseos y proyectos individuales.
La Compañía de Teatro Rumbo a través de toda su fecunda trayectoria nos ha acostumbrado a marcar bien el rumbo. Bajo la dirección general de ese talentoso artífice de las tablas que es Jorge Luis Lugo muchos han sido los momentos descollantes, pero en esta ocasión se desbordaron todos los límites y pronósticos.
El inteligente texto, repleto de cuestionamientos interesantes, fue el vehículo idóneo que sirvió de confrontación en un mismo espacio para que varias generaciones pudieran reflexionar en torno a consideraciones existenciales que marcan, por su naturaleza y carácter, al hombre de cualquier época.
Cuando recorrí con mi mirada las butacas, experimenté una gran satisfacción al comprobar la asistencia de muchos jóvenes que desenfadadamente mostraban sus variables estados empáticos. Hubo incluso instantes de euforia que evidenciaron con creces cuánto goce se generaba en el recinto.
Advertí que cada integrante del equipo de realización daba lo mejor de sí en aras de alcanzar la aceptación y hasta la complicidad del público: actores y técnicos, junto a sus líderes, derrochando talento y voluntad.
Habrán apreciado los lectores que no he querido profundizar en otras cuestiones técnico-artisticas. Eso queda para los especialistas del género, solo he comunicado mis ideas más bien referidas al impacto que como espectador percibí y de manera muy especial ser el portavoz del agradecimiento de todo el público. Quedó demostrado una vez más que una amplia y coherente labor de promoción constituye una premisa importante para el éxito. Felicidades a todo el elenco.
La etapa estival ha revelado las potencialidades que tenemos actualmente en Pinar del Río para una sostenida programación teatral anual. Queda al Consejo de las Artes Escénicas el encargo de investigar cómo hacerlo. Esperemos…