Una llovizna fina se deslizó sobre el Valle de Santo Tomás la tarde del pasado siete de agosto y mientras los periodistas avanzábamos en el ómnibus rumbo al Memorial a Los Malagones, donde tendría lugar el sepelio de Juan Quintín Paz Camacho, pensé en esa creencia popular que asocia a la lluvia con la muerte de las personas buenas, pues según entienden algunos, así llora el cielo su dolor.
Bondadoso era sin dudas Juanito, el más joven integrante (y último sobreviviente) de la primera milicia campesina creada en Cuba, grupo conformado por 12 valientes que dieron captura en apenas 18 días al torturador y asesino cabo Lara.
Juan Quintín nunca se vanaglorió de esa hazaña. Cuando él y sus compañeros visitaron Ciudad Libertad los recibieron con aplausos y eso lo incomodó un poco, pues según su criterio no habían hecho nada extraordinario como para merecer tantos halagos: “¡Cómo iban los héroes de la Sierra a rendir honores a unos pelagatos por capturar a un bando de bobos!”, pensaba.
Además de humilde, también era humano, por eso se le apretó el pecho cuando vio a la mamá de Lara rogando que no le mataran al hijo. Él nada podía hacer por aquella señora, porque los delitos del acusado eran graves, pero la escena de la madre suplicante se le quedó grabada en la cabeza para siempre.
Tuve el placer de entrevistar a Juan a propósito de su cumpleaños 80, aunque cuando alguien preguntaba su edad, él prefería decir: “Hace 20 años cumplí 60”, ocurrencia que despertaba la risa de sus interlocutores.
En aquella ocasión me contó de su infancia, de su padre Juan Paz San Pedro, que, a pesar de ser dueño de alrededor de 300 caballerías de tierra, se oponía a la explotación campesina y estimulaba a su hijo para que se relacionara con los niños pobres y visitara sus bohíos.
Igualmente me habló de Francisca, su novia de la adolescencia y compañera de vida, que ponía orden en el hogar y cuidaba a los niños mientras el miliciano pasaba meses en los montes, como jefe de operaciones de una unidad de lucha contra bandidos.
Yoslán Martínez, residente de la comunidad El Moncada, conoció de cerca al combatiente y afirma que echará de menos su buen trato y las bromas con las que alegraba el día a todos los que le rodeaban en su cotidianidad.
“A pesar de sus méritos, nunca pidió nada en beneficio propio. Siempre estaba buscando la forma de ayudar a los demás. Trabajó hasta después de su jubilación y no perdía oportunidad de visitar las escuelas para contarles a los niños las anécdotas de su juventud”, sostiene Yoslán.
Juanito bromeaba incluso con el nicho que le estaba reservado en el panteón de Los Malagones: su segunda casa, como solía llamarlo.
Hasta en sus últimos días, cuando la COVID-19 se afanó contra su cuerpo delgado y enfermo, halló fuerzas para sonreír. Lo sé por una foto que me mostró una colega periodista donde Juanito aparece rodeado por médicos, protegidos con trajes y máscaras.
Incluso en momentos de tanta fragilidad, consiguió ser simpático ese hombre, tan grande de estatura como de corazón.