La primera vez que oí decir “él vive del raspa’o”, pensé que se trataba de un vendedor de granizado, pero ¡ay, ingenua que soy! Es el nuevo término aprobado en la calle como eufemismo para definir a quienes viven de la especulación o algo peor.
Ellos compran barato y venden caro, te engañan en materia de calidad sobre lo que ofertan y cobran como si fuese óptimo el producto, conscientes de que no lo es y así por el estilo son sus prácticas, lucrando con la necesidad imperante.
Del otro lado, están los raspados: Tenía lágrimas en los ojos y eran de impotencia, mientras intentaba rebanar en lascas aquel jamón visking que compró creyendo que sería la solución ideal para poner plato fuerte en la mesa durante algunos días y reforzar la merienda de Gabrielito.
“Lo que más me duele es que gasté en estas tres libras el dinero que me quedaba”, se lamentaba Idania, y empezó a explicar que en agosto tuvo que comprar mochila, tenis, medias y otras ‘boberías’ para la escuela, porque este niño crece por día”.
Vive con sus padres jubilados, que compran lo que llega a la bodega y la placita, “cuando les alcanza para pagar la corriente o el teléfono se ponen contentísimos, porque ese mes me pudieron ayudar más”.
¿El procreador de Gabriel? Bien, gracias, más allá de fronteras y olvidado de su descendencia; la madre aquí con su salario de especialista en Recursos Humanos, “y una maestría en magia”, se ríe de su propia ocurrencia y le llega un poco de optimismo: “Deja ver que hago con esta m…, porque no se puede perder”.
A ella “la rasparon” al venderle un jamón lleno de cosas duras, a todas luces pequeños fragmentos de huesos, cartílagos y hasta espinas de pescado, sospecha por una fibra larga y dura que extrajo de aquella supuesta masa de carne, y es que, según las recetas, ese debería ser el 98 por ciento de su composición.
Que el cubano, “las inventa”, lo sabemos, que se ha puesto de moda el empleo de extensores diversos, también es de dominio público, pero quien oferta una mercancía está en la obligación de informar al cliente sobre su naturaleza, de lo contrario incurre en estafa, y eso es un delito.
Si alguien decide moler cáscara para consumirla o comer huesos, perfecto, eligió; lo intolerable es que lo haga porque le mintieron. Esos elaboradores ansiosos por multiplicar volúmenes para engrosar sus bolsillos, sepan que están incurriendo en engaño al consumidor y fraude, porque roba quien vende timando.
Las instituciones encargadas de velar por la transparencia de la elaboración y calidad urge que cumplan con sus funciones, tanto para el sector estatal como el privado, mientras la impunidad por tales desmanes gane espacio, será mucho más difícil ponerle coto.
Idania no fue a reclamar porque le dolían los pies después de “caminar medio Pinar del Río buscando qué comprar” y porque no tenía otra alternativa para alimentar a los suyos, desmenuzó aquello que debía ser jamón entre sus manos, para decantar los desechos y reeaborarlo.
Y si ella hubiese ido a reclamar, si tuviera un temperamento violento, si decidiera bajo un ataque de ira tomar venganza, tal vez el desenlace de esta historia sería mucho más trágico, y es un hecho posible cuando la tensión que lleva encima acumula lidia con apagones, problemas con el transporte y un largo etcétera donde va desde el abasto de agua hasta la incapacidad del salario para cubrir necesidades básicas.
Aunque en la vivencia de Idania no falta ese componente infausto shakesperiano, quedó, como solemos decir, entre la espada y la pared, solo que tenía enfrente la necesidad de alimento y detrás un proceso inflacionario que la llevó a pagar casi 1 000 pesos por tres libras de jamón, que no podría aprovechar como pensó.
La cantidad de dinero y el producto puede variar, los expendedores también, tanto estatales como particulares, pero lamentablemente es común hacer gastos que no se revierten en solución y mucho menos en satisfacción.
Eso impacta negativamente sobre la economía familiar, ya bastante debilitada y es muy doloroso que nuestra sociedad sea caldo de cultivo para que unos conciudadanos esperen vivir de “raspar” a otros; como si fuésemos presas, porque entonces no habrá espacio para la confianza, la credibilidad y otros sentimientos o valores que deberían primar.