Quisiera escribir un poema sobre la felicidad, el arcoíris, las cosas lindas, la gente mágica, los momentos sublimes y, por tanto, inolvidables, que cuando los demás lo lean se sientan felices de saber que aun hoy, y pese a todo, hay dicha en el mundo, que quizás el azar en su locura nos puede premiar con ese toque de gozo.
Deseo pensar que lo bueno se puede hospedar y crecer como lo hacen los malos pensamientos que llegan a cada rincón sin pedir permiso, con lo que parece una residencia permanente, que roba brillo a otros espacios donde mejores emociones trabajan.
En este momento parece una locura, un desatino, hablar de felicidad. Algunos, incluso, podrían asegurar que es hasta innecesario, y alegar los argumentos que comienzan con la interrogante: “¿Quién puede ser feliz en la oscuridad?”, y terminar con la afirmación: “Aquí ya no se puede”.
Tal vez ese “aquí” no refiere solo la ubicación geográfica, también hace alusión al momento histórico, al contexto internacional, al lugar específico, a la soledad o a una situación concreta.
Pareciera que se nos olvidó que ser feliz, es, ante todo, una decisión, una disposición del alma que, en un ejercicio de autopreservación, mantiene una parte intacta.
Existen personas que pareciera que llevan esa capacidad como un don, semejante al de los artistas. No dejan los nubarrones sobre sus sonrisas, siempre dispuestos, bailan en la oscuridad para llenar el silencio que los acompañan.
Encienden con su buen humor. Impresionan en la capacidad para conciliar el descanso y elaborar sueños, mientras solo cuentan con la luz de las estrellas, la luna, e incluso, sin estas cosas.
Rompen los moldes para ser, sin importar lo que la objetividad con su molesta presencia pueda pretender determinar, igual a un deportista que contra el pronóstico, alcanza la victoria y vence al favorito.
Pareciera una cualidad a intentar multiplicar, en el afán de no volvernos inmunes. No existe cosa más peligrosa que permanecer inalterable ante lo inmaterial.
La dimensión humana trasciende las funciones biológicas que nos mantienen vivos, atañe de igual forma la capacidad de ser sensible ante el otro, no llena el estómago, es verdad, pero alimenta de otras maneras.
Innegable es que se llora mejor en una mansión que en bar en tierra, que las dificultades son menos molestas con una cuenta bancaria de varios dígitos, que los viajes enseñan más de cultura universal que las clases, y que esos gustos pueden “hacer feliz” a cualquier; no obstante, eso por sí solo tampoco compone la alegría.
Decir que ser al menos dichoso en este presente es difícil, parece quedarse corto, tiene una alta dosis de utopía, tanta, que genera burla en los incrédulos, y, aun así, basta salir a la calle pare ver a los que lo intentan.
Se sigue engendrando vida, aunque una mujer dijera a otra embarazada hace unos días: “¿Para qué otro más?”.
Continúan los intentos de ser mejor, lograr los sueños, cumplir promesas, con la valentía que requiere levantarse cada mañana, tomarse el tiempo para la música, el absurdo que da paso al olvido momentáneo de que “ser feliz”, al menos unos minutos, nos está costando un montaje de evasión.
Similar a un juego de roles en el que somos indistintamente el centro de atención del espectáculo que distrae y el público que busca refugiarse tras una trama que sabe fantasiosa, pero reconoce necesaria.
A lo mejor debamos remitirnos a la primera infancia, construir castillos con las buenas acciones, rescatar a las personas del peligro, cuidar la naturaleza como al árbol fantástico, matar sin piedad a los monstruos que se presentan con su cotidianidad y creen que la visita diaria es suficiente para ser invencibles, creer que un “vivieron felices por siempre” es el camino de una promesa, no el destino invariable de una sentencia.