En algún lugar, entre el bullicio de la ciudad Pinar del Río y los rincones más silenciosos del alma, habita una sombra que se desliza entre vasos y copas, entre promesas rotas y madrugadas sin memoria. Esa sombra tiene nombre: alcoholismo.
No empieza con una botella. Empieza con una excusa. Un brindis por el ascenso, una cerveza para refrescar la tarde, una copa para olvidar el amor que ya no está. Nadie imagina que detrás de ese líquido brillante se esconde una cárcel sin barrotes, una prisión que se adueña de los minutos, de los días, de los años.
El alcoholismo no elige raza, clase ni edad. Es igual de cruel en los salones elegantes como en las esquinas polvorientas. Es la enfermedad silenciosa que ríe mientras te consume, que disfraza el dolor de euforia momentánea y convierte la rutina en una carrera cuesta abajo.
Las calles han sido testigo de su avance: hombres y mujeres que un día tuvieron sueños, familias, dignidad, y que hoy se tambalean por avenidas que no los reconocen. El alcohol, más que un vicio, es una herida mal cerrada. En muchos casos es un intento desesperado por llenar vacíos que la vida no supo consolar.
Pero el alcoholismo también es una historia familiar. Hijos que ven a sus padres convertirse en desconocidos. Parejas que aman a alguien que ya no está del todo presente. Hogares que se desmoronan con cada trago, con cada promesa incumplida. La adicción no solo hiere a quien la padece, arrastra a todos los que lo rodean en una espiral de dolor, impotencia y miedo.
En nuestro país y en el mundo, las cifras son alarmantes. Cada año, miles de personas pierden la vida debido a enfermedades asociadas al consumo excesivo de alcohol. Los accidentes, la violencia doméstica, los problemas de salud mental, encuentran en el alcohol un combustible letal.
Pero esta crónica no quiere ser solo una denuncia. Quiere ser también un grito de esperanza. Porque se puede salir. Porque hay quienes han tocado fondo y han logrado levantarse. Porque existen manos que no juzgan, sino que ayudan. Centros de rehabilitación, grupos de apoyo, profesionales que trabajan día a día por devolverle a las personas su libertad, su dignidad, su vida.
Hablar de alcoholismo no es señal de debilidad. Es reconocer una realidad que duele, pero que necesita visibilidad para encontrar soluciones. Es tiempo de romper el silencio, de mirar a los ojos a quienes luchan contra este monstruo invisible y decirles: no están solos.
El vaso puede estar vacío, sí. Pero esta vez no para llenarse de lo mismo. Esta vez puede llenarse de nuevos comienzos, de segundas oportunidades, de decisiones valientes. Porque el verdadero brindis es por la vida.