El pasado 27 de diciembre, la Universidad de Pinar del Río entregó el título de Doctor Honoris Causa al relevante intelectual cubano Abel Prieto Jiménez. Guerrillero reproduce fragmentos de las palabras de elogio pronunciadas en la ceremonia por el historiador Ernesto Limia Díaz
Palabras de Elogio a Abel Prieto por entrega del Doctorado Honoris Causa
(fragmentos)
No encuentro otro lugar de mayor simbolismo que la Universidad de Pinar del Río, para que Abel reciba un nuevo título de Doctor Honoris Causa. Es la tierra en la que vio la luz y ama entrañablemente; y es, quizás, la que más creció con la Revolución a la que él ha dedicado prácticamente toda su existencia.
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Abel salió del Alma Máter con el desafío lezamiano de realizar su “rasguño en la piedra”. Comenzó como profesor de Literatura en la filial universitaria de esa parte del archipiélago que un día los yanquis nos quisieron arrancar: ayer Isla de Pinos; hoy Isla de la Juventud, y en la que Fidel desarrolló un paradigmático programa educacional internacionalista. Yo, que he tenido el privilegio de ser alumno de Abel tantas veces, puedo imaginar cuánto debieron disfrutar aquellos jóvenes a esa rara mezcla del espíritu de Lezama, Lennon, Capablanca, Allan Kardec, Elpidio Valdés y Pepito, del que brotó un ser de cultura y conocimientos excepcionales, y a su vez un pensador de raigal cubanía, a quien nada estremece tanto como un gesto de cariño de la gente humilde, de la que siempre ha estado muy cerca, pues detesta la pompa vacua, la solemnidad impropia. Ni siquiera cuando con apenas 41 años, a propuesta de Fidel, integró el Buró Político del Comité Central del Partido, dejó de ser un descamisado, que sirvió de modelo a José Villa para el torso de la escultura del Lennon que descansa en un parque del Vedado.
Hoy me es grato rememorar el día en que junto a varios de mis compañeros de entonces fui a su oficina en la Uneac para felicitarlo. Estaba con Miguel Barnet, Waldo Leyva y un tercero que no recuerdo, jugando dominó ―sin camisas y con una botella de Bocoy. Todos riendo con sus chistes, una de las armas más formidables de la Revolución: el humor. En pocos a su nivel se conjugan virtudes e intereses del cubano/a de a pie con el rigor de una tradición intelectual de añeja estirpe, y esa es, sin duda, su mayor virtud.
Impregnada de profunda cubanía está toda su obra, plena de un mundo alucinante en el que se confunden lo imaginativo con lo real y cobran vida personajes insólitos, delineados con una gracia capaz de seducir al más apático de los lectores. En 1980 publicó su primer libro de relatos: Los bitongos y los guapos; luego llegaron No me falles, gallego (1983), y Noche de sábado (1989), con el que obtuvo el Premio de la Crítica y lo colocó en la vanguardia de los narradores cubanos. En 1996 apareció el ensayo El humor de Misha: la crisis del socialismo real a través del chiste político.
Tres años después vería la luz El vuelo del gato, una novela en la que con humor exquisito y limpieza de lenguaje se confabulan acontecimientos, personas e influencias hasta develar qué somos como pueblo, nación y cultura, y en la que Abel adelanta con mirada penetrante muchos de los rasgos que están definiendo la Cuba de hoy.
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A El vuelo… siguió en 2012 Los viajes de Miguel Luna, que, al decir de Francisco López Sacha, está en la cúspide de las novelas paródicas de la literatura cubana detrás de Concierto barroco, de Alejo Carpentier, y La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante. Un lustro después llegó: Apuntes en torno a la guerra cultural, que tuve el privilegio de compilar junto a su esposa, y de escribir el prólogo; en 2019 nació Símbolo, fogatas y hechizos infernales.
Recuerdo un día de 2017 que conversábamos a solas en su despacho y me dijo, casi avergonzado, que debido a sus tantas responsabilidades ―director de las editoriales Arte y Literatura, Letras Cubanas y del Centro de Investigación Cultural Juan Marinello; director nacional de Literatura, viceministro de Cultura para la esfera del Libro y la Literatura, presidente de la Uneac, ministro de Cultura de 1997 a 2012 y de 2016 a 2019, asesor de Raúl y de Díaz-Canel― no había desarrollado una obra. “¿Con siete libros? Lo que no sé es en qué tiempo has podido dormir”, le respondí. Entre todas esas tareas, Abel ha legado una producción escrita sólida y aportadora ―lo mismo en narrativa que en ensayo―, y, además, una praxis, de mucho valor para la nación y para entender los desafíos culturales que afronta la existencia humana. A ello habría de añadirse su acción comunicativa ―orgánicamente martiana y fidelista― en Cuba y el exterior, razones por las que se ha convertido en uno de los pensadores más prolíficos y útiles de la vanguardia artístico-literaria de nuestro continente.
Él no cree ser uno de los más relevantes pensadores de la izquierda a este lado del Atlántico; de hecho, se sonroja cada vez que se lo señalo. Pero soy testigo de que políticos e intelectuales procuran su opinión y admiran su sabiduría, nacida de sus inagotables lecturas, visión universal y andar con el alma pegada a la Cuba profunda, a quienes edifican el país tanto desde el arte y la literatura como desde el anonimato. Esa es la razón por la que ha estado tan cerca de Fidel, Raúl y Díaz-Canel. Y a pesar de ello, o quizás por ello, es tal su respeto al criterio ajeno y su sentido del compañerismo, que en su medio a veces una discusión puede parecer caótica porque todos quieren hablarle, por saberlo sensible a las preocupaciones y penas ajenas, que siente como propias.
“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”, escribió Cortázar. Y como no debo alargar las mías, termino diciendo que este hombre a quien todos rodean en las fiestas para reír a sus anchas, y cuyas conferencias salpicadas de humor criollo y una fina ironía atrapan lo mismo a un catedrático que a las torcedoras de tabaco en Guisa, me enseñó a tratar de hermano o hermana a todas y todos, y no lo hace como cumplido: predica la intimidad entre quienes luchamos por un mundo de igualdad y justicia social, esa que nace de la lealtad a los principios sin sectarismo ni dobleces. A los diez minutos te hace sentir que lo conoces de toda la vida y disfruta como pocos de conversar con gente de pueblo acerca de ideas, preocupaciones y sueños —chistes de todo tipo, incluidos esos a los que en el gracejo popular se les llama “verdes”. No he conocido un solo cubano que no lo sienta uno de los suyos. Él lo sabe, y es su mayor felicidad. Por eso celebro que en esta “Cuna de sabios / y de patriotas, / hecha a la prueba / a la abnegación”, su universidad premie con el Doctorado Honoris Causa a un hijo que ha demostrado con su vida que “de la ardua lucha / se recoge por fruto / la Victoria. // La conciencia de un pueblo / se ha hecho grande, / y ascenderá triunfal / hasta la gloria”.
Muchas gracias.
Por Ernesto Limia Díaz