Por años los cubanos nos enfrentamos a proceso virales respiratorios que bautizamos con el nombre del malvado de la telenovela en pantalla. Este 2020, la presencia de la COVID-19 anuló tal práctica y cualquier catarro es un signo de alarma.
Si, además, de forma simultánea cuatro miembros de una familia presentan síntomas y estuvieron fuera de la provincia, no es cosa de juego: eso sucedió en mi hogar. Cumplimos con las indicaciones, nos presentamos en un cuerpo de guardia y como sospechosos de portar el SARS-Cov-2 nos hospitalizaron. De las vivencias de esos días hay varias cosas que me alarman, pero la de mayor preocupación es la falta de percepción de riesgo.
Para la mayoría es una exageración el ingreso y aislamiento, por haber ido de modo voluntario, sin ninguna urgencia médica y expresar además que estuvimos en riesgo, nos miraban como bichos raros.
¿Tú no tienes amigos médicos?, me preguntó alguien. Sí, los tengo y excelentes, pero por respeto a ellos, por el afecto y consideración que les profeso no iba a ponerlos en la posición de atender a cuatro personas con infección respiratoria y pretender que lo hicieran por “debajo del telón”.
Cuando como parte de la evolución clínica nos llevaron a realizar radiografías y ultrasonidos, pude ver en el cuerpo de guardia a padres y niños sin nasobuco.
En el último de estos servicios, la madre de una pequeña llamada Valeria, desprotegidas ambas, cuando supo que éramos sospechosas, abrió con premura su cartera para colocar las mascarillas ¿acaso no oye las estadísticas sobre cuántos asintomáticos resultan positivos?
Seguir pensando que eso no nos va a pasar a nosotros es negar lo que hasta hoy se sabe sobre esta pandemia, la que ha demostrado su alto poder de propagación.
Dejemos de lado eso que popularmente llamamos “cubaneo” y asumamos con responsabilidad que debemos protegernos, mantener la distancia física, lavarnos las manos, no estar tocando todo y, ¡por favor!, una palabra amable sustituye el beso, especialmente si la acompaña la expresión de la mirada, que no por gusto se dice que los ojos son la ventana del alma.
Entendamos definitivamente que hay presencia del virus y suponer que porque es nuestra familia los que residen en La Habana no representan un peligro de contagio es cuando menos ingenuo. Si recibiste visita de ellos y tienes síntomas respiratorios, es más que justificado el aislamiento.
Ser considerado como sospechoso es estar en el limbo, ni eres sano ni enfermo. Por seguridad hay que tratarte como paciente, constituyes un potencial riesgo para los que te rodean y a la vez debes cuidarte del contacto con otros que pueden estar asintomáticos. Emocionalmente es una duda acuciante, entre la preocupación y la esperanza.
Ofrece además una perspectiva diferente de la responsabilidad individual: por haber estado en el hospital pediátrico Pepe Portilla, pude apreciar que para algunos padres es mejor negar toda posibilidad de presencia de la COVID-19 y en consecuencia no extremar precauciones que asumir un potencial contagio.
También miras con más recelo a los indiferentes, esos que disfrazan de “valentía” la indolencia y no respetan las medidas establecidas. De acuerdo a un refrán “la suerte es loca y a cualquiera le toca”, pero no especifica si será buena o mala; así que a cada quien le corresponde disminuir los factores de azar y reducir al máximo sus probabilidades de pasar a ser un número más en las estadísticas.
Por seis días supe que mis hijas y yo éramos unidades contabilizadas entre los sospechosos que informaba el doctor Francisco Durán en su conferencia de prensa y, créanme, da pavor solo pensar en que se puede pasar a la casilla de confirmados.
No son números abstractos, son seres humanos, familias que permanecen en vilo esperando un resultado. La batalla a la COVID-19 no la ganará el sistema de Salud, por más eficiente que logre ser: nos corresponde derrotarla. Por ello, use mascarilla, lávese frecuentemente las manos y mantenga el distanciamiento físico: esas son nuestras armas.