Septiembre en Cuba es el mes de la escuela. Los niños, adolescentes y jóvenes a esta altura, en la normalidad, ya estuvieran en los ajetreos con sus primeras evaluaciones y la familia habría pasado su primera convocatoria a la reunión de padres, donde se presentan el centro y claustro para los nuevos ingresos, o se precisan requerimientos y retos del grado para los continuantes.
El universo de la escuela es parte de la vida familiar en Cuba. Desde este mes, y hasta el siguiente julio, cada casa se pone en función de tareas, exámenes, notas, amistades, profesores, merienda, uniformes. Fue así siempre, pero no ahora que el pico pandémico nos ha puesto a su merced, más últimamente en que somos el epicentro con incontrolable cantidad de enfermos, muertes de seres cercanos, dificultades económicas básicas de todo tipo y un consecuente agotamiento que matiza los ámbitos cotidianos.
En este septiembre el tema del estudio está relegado en muchas agendas hogareñas. Casi no se habla y, a esta altura, ni siquiera sabemos si deseamos el retorno a las aulas o la postergación. Los adultos perdimos fuerzas para alentar a los escolares de casa; se hace difícil recurrir a estímulos materiales como en aquellos tiempos en que la familia, peso a peso de sus miembros, reunían para comprar la mochila, los zapatos y los utensilios del nuevo curso, resorte motivacional para algunos niños que enfrentaban el primer día de clases con el entusiasmo del que va a una fiesta anhelada.
El cambio impuesto por la COVID-19 incide, también, en la dinámica de la educación. Conozco casos de infantes que están viendo teleclases sin compañía de sus familiares, lo que además de afectar el aprendizaje por falta de apoyo, les genera sentimientos de soledad. Vale recordar que en la etapa infanto juvenil, los esfuerzos para obtener buenos resultados se hacen, en primer lugar, para satisfacer a las familias, de manera que la falta de compromiso de los adultos con el principal sentido de vida de esta etapa los conduce a la frustración, dejando secuelas que se pueden perpetuar en el tiempo.
Tarde o temprano, de la oscura etapa actual vamos a salir. Merecemos tranquilidad, alegrías, bienestar y, por ello, es sensato atajar los daños colaterales que la epidemia arrastra en el orden de lo individual, familiar, comunitario. Retomar el tema de la vida escolar, acompañar a los estudiantes en su proceso y reducir las tensiones que la situación epidemiológica les provoca, debe sumarse, con prontitud y entrega, a la larga lista de lo que tenemos que hacer diario y bien.
Los más pequeños llevan 18 meses privados del juego y la socialización; quedaron distantes figuras, escenarios y eventos esenciales como sus maestros, amigos, el patio de la escuela, las actividades extracurriculares; los jóvenes cargan con el estrés de no saber qué estudiar, la sensación de que pierden el tiempo para salir de noche, compartir con sus iguales, privándose de las actividades que son vitales a la juventud.
El tema de la educación escolarizada debe sacarse del limbo, de la zona de incertidumbre en la que ahora cohabitan otros asuntos esenciales. A la presencialidad docente se volverá cuando la situación epidemiológica lo permita, pero darnos cuenta de que nuestros muchachos han cambiado hábitos y rutinas que ponen en riesgo la readaptación, es una necesidad en el camino de organizarnos para el anhelado retorno a la normalidad.
Como es lógico, más trabajo pasarán aquellos padres que perdieron entre las manos el hábito de acostar temprano a los niños; los que no desempolvaron los libros; los que no han estimulado la preocupación por los compañeros y por el maestro; los que sustituyeron el acompañamiento parental por la tecnología y en el sitio de la caricia, la conversación y el apoyo, colocaron un celular moderno con conexión a internet.
En este escenario retornarán al aula niños y jóvenes sobrevivientes a la COVID-19, portadores de las angustias de sus padres, dolientes de pérdidas queridas, afectados directos del miedo, el confinamiento, las limitaciones materiales, realidad lo suficientemente contundente para ser ignorada por familiares y maestros.
Aunque ahora estemos enfocados en sobrevivir a la crisis sanitaria, las cuestiones relacionadas con la educación son preocupaciones verdaderas de la etapa pospandémica. Se trata de la sostenibilidad del valor, de la mayor inversión que ha hecho, por más de 60 años, el gobierno y la familia cubana, lo que amerita, también, un apartado en estas líneas dedicado al rol que juega la escuela frente al desafío por venir.
Más que el cambio de uniformes anunciado, la educación cubana precisa enfocarse hoy en programas, métodos y didácticas que se acomoden a la complejidad de los tiempos que corren. Educar más que instruir, valorar al estudiante por las esencias humanas y no solo por sus notas, entender de una buena vez que la capacidad sin bondad no trasciende al egoísmo y la superficialidad.
En otro orden, los tiempos nos indican que necesitamos cubanos profundos, solidarios, con capacidad de analizar críticamente su realidad y transformarla, con sentido del deber y la justicia, con conocimiento de causa, con apego a la verdad que deriva de la práctica, no de abstracciones teóricas enunciadas en los textos.
La escuela de nuestros hijos, necesariamente y con premura, debe resignificarse en esta dirección. Es tan importante saber matemáticas y ciencias como tener habilidades para escuchar, construir consensos, discernir, tener creatividad ante las emergencias, capacidad para restructurar el campo de acción, habilidades que se ganan cuando nuestra didáctica forme sujetos más creativos, dialógicos, autosuficientes para pensar por sí mismos y confrontar –no reproducir– el contenido aprendido con la práctica cotidiana.
Aunque sabemos que la dualidad escuela-familia ha sido de los mayores logros del sistema educacional cubano, temo que la costumbre de estos meses deposite la responsabilidad pedagógica en la familia, y que esta, saturada con mil batallas, esté a la espera de que abra la escuela para poner sobre sus hombros los destinos de la educación de niños, adolescentes y jóvenes, riesgos mitigables si desde ahora volvemos a colocar el curso docente en el lugar de siempre, en el que amerita.