“¿Mamá, habrá algunas cositas por ahí, de ropa que podamos recoger para llevarle a un viejito de 77 años que vive solo y le hacen falta? ¿Podremos regalarle un jabón?”. Esas fueron las preguntas formuladas por un joven de 23 años, estudiante de quinto año de Estomatología, al regresar el último sábado de las pesquisas.
Este domingo se levantó un poco más temprano para que le diera tiempo antes de empezar el recorrido puerta a puerta que le asignaran, ir donde el anciano del día anterior.
La madre está muy orgullosa, especialmente porque solo unas horas antes, se había quejado del cansancio y hasta expresado la voluntad de ausentarse de alguna jornada para descansar, le bastó un encuentro con la soledad y el desamparo de otros para renovar fuerzas.
El único abuelo que le queda vivo, reside a su lado está fuerte y bien cuidado, sus bisabuelos maternos tuvieron la misma fortuna; él creció viendo como los menos viejos se ocupaban de los mayores, también en un ambiente de solidaridad, donde siempre prima el concepto de que es una bendición poder dar y ser generoso, es compartir, no entregar lo que sobra.
Rubén Simeón Pérez, es solo otro de los miles de jóvenes que por estos días llegan a nuestras casas preguntando si alguien tiene síntomas de enfermedades respiratorias, si estuvieron en contacto con residentes en el exterior o viajaron fuera del país.
Quizás lleguen portando audífonos, con pelados fuera de lo común o colores en el cabello inusuales a los ojos de muchos, tatuajes, piercing y quien sabe que otro suplemento de moda, que pueda incluso escandalizar a quienes le reciben, pero va en ellos una carga de sensibilidad e interés por el prójimo y también de compromiso con la profesión elegida.
Esos jóvenes se exponen al contagio, hacen sus recorridos a pie, bajo el sol, solos o en dúos, no siempre se les recibe con cortesía ni se les responde de la mejor manera, incluso se les miente en contra del instinto de auto conservación, porque ellos van a tender su mano para la detección temprana de síntomas de la Covid-19.
Ru, Ruru, es uno de ellos, es el hijo de mi prima y sin que nadie intente entender consanguineidad, eso lo hace mi sobrino, el primo de mis hijas; y cada día un montón de corazones y pensamientos, no solo los nuestros, le acompañan en ese periplo por las calles de su natal Bayamo, si los bisabuelos Sergio y Esperanza estuvieran vivos, sentirían orgullo de su generosidad para con un desconocido, habrían contribuido a conformar la modesta ayuda y no dejarían de pedirle que se cuidara. Y seguro que todos los que llegaran a casa tendrían que escuchar la historia del envanecido abuelo.
No menos ufana estaría la bisabuela Valeria, que desperdigaba a los revendedores que llegaban a su casa, porque hacían negocios en vez de ponerse a trabajar, es imposible no pensar en tía Julia, la abuela que no conoció pero que no cabría en sí.
Rubén no ha hecho nada excepcional, solo mostrarnos su buen corazón, sale a la calle y recoge más que datos para adentrarse en la vida de esas personas por un instante; él quizás está mirando por primera vez la cara poco agradable de la sociedad cubana, el dolor es camino hacia el crecimiento humano y expresión de que los jóvenes de Cuba, son más que adictos a las nuevas tecnologías o estilos de moda; son espíritu de un pueblo generoso que se junta ante la adversidad.
No es un superhéroe con capa ni milagros bajo la manga que salve el mundo, son las buenas acciones en el ámbito de cada cual, las que mitigan la soledad, carencias y ayudan a enfrentar el miedo. Desde la unidad podemos vencer.