Desde que abres los ojos al mundo ahí está él, listo o no, para acogerte en sus brazos. Lo enamoras desde el primer llanto, desde la primera sílaba.
Te conviertes en muy poco tiempo en la niña de sus ojos, en el motivo supremo por el cual luchar cada día.
Entonces creces bajo esa sombra protectora que te brinda sin esperar nada a cambio. Esa que te hace sentir fuerte ante los miedos y las derrotas, el lugar seguro que encuentras cuando piensas que el mundo se cae a pedazos. Lo sabes tu guardián, tu fiel defensor, tu cómplice.
A veces le temes a su postura firme ante lo mal hecho, a su regaño severo por una metedura de pata. Luego entiendes que el temor más grande era el suyo ante la posibilidad de perderte o de que resultaras lastimada.
Tus victorias son su mayor orgullo y de eso se ufana cuando habla con sus amigos. Nada le hace más feliz que saber que ha hecho un buen trabajo contigo aunque se haya desgastado en sacrificios a lo largo del camino.
Sabes que está ahí para ti y olvidas agradecerle por tanto, olvidas decirle que él también es lo más importante. Pasa la vida con su vorágine implacable y te quedan detalles que compartir, lecciones que aprender.
Y es que nunca te acostumbras a extrañarlo, porque aunque parezca infantil, lo creías eterno, fuerte, completo a pesar de sus defectos.
Entonces aprendes a conformarte con llevarlo siempre contigo, a mirar atrás y repasar los buenos momentos juntos, a sonreír cuando recuerdas su rostro feliz por haber sido parte de tus logros, y cuando cada tercer domingo de junio, al despertar, le abrazabas y decías al oído ¡Felicidades, papá!.