No hay día, mes ni jornada que les haga justicia. Tampoco salario, prebendas o beneficio alguno, que no tienen, que pague en alguna medida el noble gesto y deber de sanar, de aliviar, de salvar.
Van por la vida con el peso que es garantizar la salud de los demás, incluso, en tiempos como los actuales, en los que no tienen en sus manos todas las medicinas, a veces ni siquiera las indispensables para calmar un dolor, bajar una fiebre, o serenar una mente.
Día tras día lidian con las dificultades que azotan a los cubanos y; sin embargo, van cada mañana, tarde y noche al hospital, al consultorio, al policlínico, a ver al niño, a la embarazada, al anciano que requiere una mejor calidad de vida, al joven que el destino le ha jugado una mala pasada y al paciente crítico, cuya familia espera ansiosa cada parte médico.
No basta el Día de la Medicina Latinoamericana, no es suficiente una jornada por decreto para agasajarlos, porque el de ellos debía ser siempre un trabajo más reconocido, más valorado, a la altura del sacrificio que hacen, de las horas que dedican a los demás, de las noches que pasan despiertos, de las heroicidades que hacen de forma anónima sin buscar aplausos.
Para ellos que desafían el tiempo, resisten ante las dificultades y las escaseces, y no escatiman para poner la mano sobre un hombro, abrazar a una madre, ser transparentes con el enfermo y la familia; para esos que honran cada día la más noble de las profesiones, el mayor de los abrazos, para ellos, el mayor de los abrazos.