“Las cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vean a uno pasar. Se es bueno porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien, o se ha dicho algo útil a los demás”
José Martí
Más allá de los daños al país, costo para las familias marcadas con pérdidas, secuelas para la salud física y mental de los sobrevivientes, parálisis social y temor generalizado desde marzo de 2020, el coronavirus deja un saldo individual en el que muchas veces no reparamos por el ajetreo cotidiano, instalando nuevo estilo de vida que, en lugar de reivindicar los valores inéditos que aprendimos de la Revolución, encapsula a algunos en el primario instinto de la sobrevivencia, en clave del viejo eslogan de las tiendas recaudadoras de divisas: “Lo mío primero”.
El desabastecimiento, la inflación y la necesidad de proteger a los más vulnerables que tenemos a cargo funcionan como excusas que complacen a las conciencias cuando descubren que ya no se interesan por el anciano solitario del barrio, la madre soltera con cuatro hijos, los desechos sólidos de la esquina que Comunales no recogió, el funcionamiento de la dinámica comunitaria, las injusticias que acontecen alrededor, el consumo cultural y la educación cívica de los niños y jóvenes que vieron nacer y crecer.
La preocupación exclusiva hacia dentro de las puertas propias desarraiga a los humanos de sus esencias. Nunca en el país, por su geopolítica y asfixia imperialista, hemos tenido de sobra para dar, en cambio, compartir panes y peces nos ha funcionado de soporte para resistir con alegría, luchar con esperanza.
A diferencia de otros pueblos, el nuestro necesita de la otredad como paliativo a las múltiples crisis que nos azotan. Imposible fue resistir sin los demás el periodo especial, casi no se aguanta el estrago de un huracán sin el apoyo del vecino, una beca sin el hombro del compañero de cuarto o aula, una cola sin conversar con el conocido de la cuadra. Probablemente somos los únicos en el mundo que compartimos objetos íntimos como peine, jabón, cubiertos, por encima de toda advertencia sanitaria.
La COVID-19 llegó a implantarnos una lógica contraria a lo que somos, pero su paso no puede llevarse, también, la espiritualidad colectiva con la que hemos vivido por más de 60 años. Distancia física impone el coronavirus, pero no hay riesgo de propagación en acompañar al que nos necesita, compartir, sensibilizarnos con los que luchan y no avanzan, poner el grano de arena para que la montaña no se nos quiebre en los pies.
En medio de este apuro pandémico hay casas abarrotadas de bienes de consumo separadas por una pared de otra donde algún niño pequeño no se nutre bien. Conozco a quienes se gastan en el salón de belleza el triple de lo que su madre jubilada y sola necesita para pagar la tarifa eléctrica; están los hipercríticos de brazos cruzados, los que no se conforman con partes sino con el todo, los que exigen sin merecer, casi siempre enajenados en una fría cápsula de fantasía que nada tiene ver con el calor y estirpe cubanos, con el duro momento que vivimos.
Hoy y aquí estamos “guapeando” casi todos. Desde la honestidad aprendida, el trabajo es la principal fuente de ingresos en una coyuntura donde el aumento en el sector estatal no es suficiente por el valor de los productos básicos y la devaluación de la moneda nacional y el sector privado, deprimido por la situación, se aprovecha del déficit de empleo para pagar poco y exigir mucho. En esa realidad algunos ni sienten las lluvias sobre los tejados del pueblo, mientras otros siguen llegando a fin de mes con la soga al cuello.
A diferencia de otras crisis, ya los zapatos de la escuela no se dan por el CDR ni todos andamos en bicicletas. Hay familias con modos de vida primermundistas que exigen beneficios del Estado y se disputan sus apoyos con la precariedad del barrio. No quieren derechos sino prioridades, deferencias, olvidando que la Revolución se fundó y refunda para los humildes.
También en esas actitudes los hay que abusan de privilegios mientras la gente a la que se deben consumen la energía y tiempo en administrar la base material de la vida. Profunda mella hacen a la valoración ajena, además de una mayor, y sangrante que supongo brote cuando se recupera la conciencia del deber incumplido.
Por fortuna, en esta panorámica frente a la COVID 19 muchos levantan el estandarte de la virtud. Orgullo y fuerza irradian quienes sostienen los centros de aislamiento, fungen de mensajeros en los barrios, organizan las colas o participan en las labores de producción de alimentos, servicios o saneamiento ambiental; los que crean desde el arte para romper el ayuno de la espiritualidad, los que le ponen la garra a lo que hacen, el pecho al que se tumba por cansancio. El trabajo voluntario ha recobrado en este tiempo sus sentidos desde la triada que lo sostiene: sensibilidad-razón-convicción.
Ellos estarán a salvo de la factura individual que la COVID-19 nos pasa diariamente. Precio asequible pagarán los que empeñan voluntad y palabra, aunque aún no las traduzcan en acciones. Impagable será para quienes confundieron la necesaria distancia física con la ceguera social, los que descartaron a la solidaridad en la fragua como arma imprescindible de Cuba para todos los tiempos.