El día que verdaderamente conocí a Iván Arena había un litro de whisky por el medio. Con mucha insistencia me había invitado a su casa. Solo me pedía a cambio un ejemplar de Guerrillero en el que estaba plasmada una colosal entrevista que le hiciera la colega Dorelys Canivell. “Me hace falta ese periódico para que mis nietas puedan leer quién ha sido su abuelo”, me dijo.
Y mucho tiempo se esperó por aquella entrevista. Más de 30 años en esta redacción, y jamás un reportero llegó con el necesario y merecido material. Iván no era muy dado a la prensa, pensaba que su obra solo era parte del cumplimiento de su deber.
Muchas veces me lo pintaron de extremista, pesado, autosuficiente, hasta aquella tarde que verdaderamente lo conocí, entre copas y anécdotas. Un corazón de oro, presto a ayudar al más pinto; conversador, conocedor de la historia como nadie, fidelista hasta la médula, amante del buen béisbol, pero formado en una disciplina extrema.
“Lo mejor que hiciste fue venir con un chofer”, me dijo antes de destapar el litro. “No imaginas las cabezas que he tenido que armar por el irresponsable hecho de beber y manejar. El timón y el alcohol no ligan, son polos opuestos”. Y sobre el tema me dejó muchas recomendaciones de cómo abordarlo en la prensa.
Iván tenía el verbo fuerte. Le cantaba las cuarenta a cualquiera. Cuando le preguntaban cómo estaba el hospital, su respuesta era bien precisa. “El hospital está como Cuba, bien jodí’o”.
Este miércoles amanecí consternado como muchos pinareños. Iván dejo de existir, un infarto lo sorprendió y puso fin a su vida a los 79 años en Miami, ciudad que visitaba con frecuencia como el padre apasionado que no soportaba estar mucho tiempo sin ver a sus dos hijas.
Se nos fue el neurocirujano ejemplar y recto. El profesor que enseñaba a sus alumnos como a sus hijos. El que levantaba el teléfono a cualquier hora; el que no admitía exceso de personas en su sala; el que nunca dejó a su Vueltabajo querido, a pesar de las tantas propuestas llegadas de instituciones prestigiosas de la capital y otros rincones.
Quizás quedamos en deuda con el distinguido doctor. Quizás mereció mucho más de lo que le dimos, aunque él nunca pidió nada a cambio. Siempre en su viejo carrito para arriba y para abajo sin creerse merecedor del más moderno.
La última vez que lo vi fue en las afueras de un mercado con la cabeza baja y dando gracias. En su intento de comprar unas frutas, un guajiro de igual corazón que él, le dijo: “Doctor, coja las que usted quiera, yo no le cobro a los médicos. Mi familia y yo visitamos los hospitales en Cuba y jamás no han cobrado un centavo”.