Un amigo entrañable.
Tiene varios sobrenombres: Machito, Frijolito, hasta Chicharito. Le digo Felipe, como más debe gustarle; recuerda a su padre. Nació jimagua, el 20 de septiembre de 1942. El viejo Felipe fue hombre digno, respetuoso, amigable. ¡Y comunista! Demostró que tales cosas comulgaban.
Felipito creció en los alrededores del estadio de Minas de Matahambre, que después recibiría el nombre Comandante Ramón González Coro. Daba gusto verlo tan flaco con uniformes grandes. Si usted va a los números, es posible que no encuentre resultados estelares, otros lo superaron. Ninguno en el dominio del juego ni la maduración para cada momento; virtud que llevará a la tumba.
Cuando comenzó en 1959 con el equipo de Las Minas, se vio inmenso, parecía nacido guante en mano. Descifraba las pelotas que nadie era capaz de coger en el short stop, entre las piedras de un terreno rudimentario, sin el nivel de los que después lo vieron brillar con excelente brazo.
Se desarrollaron campeonatos zonales, que servirían de base a las flamantes Series Nacionales; allí estuvo Felipe. Hubo una etapa, entre 1959 y 1961, donde coexistieron la pelota profesional y la amateur, que al final se impuso. En 1962 se emitió el Decreto Ley que dio por terminado el profesionalismo en el deporte cubano, la medida más radical.
En la IV Serie, Felipito integró su primer equipo, los Occidentales de Gilberto Torres. Pinar del Río ni siquiera soñaba un team. Encontró un duro escollo en Tony González, un torpedero extraclase, quien hizo durante años equipos Cuba a eventos internacionales. El manager no titubeó, Felipe a la intermedia. Hizo combinación con Tony y fue Novato del Año. ¡Entró por la puerta ancha a la pelota grande! Pinar del Río, en especial su pueblo minero, tenía un nuevo héroe.
Llevo el orgullo de ser su combinación durante varios años en Las Minas, con equipos provinciales y en la XI Serie Nacional. Su juego fue genuino, como la palma real. A la defensa, un maestro. Dirigía el equipo, los jugadores lo respetaban; siempre capitán.
No era fácil desempeñarse a su lado, porque todo lo hacía bien y exigía lo mismo de quienes no llegábamos a su maestría. Al menos yo no estaba a su nivel. Peleaba mucho, algunas veces me desconcentró. No obstante, tenía el don de inspirar confianza. ¡Hermosa paradoja! Prefirió la crudeza de la crítica oportuna.
Un día jugábamos en el González Coro contra Santa Lucía. Como todos, un partido de vida o muerte. A la altura del octavo llenaron las bases, no había carreras ni outs. Armando Olivera, a quien llamábamos Capiró, conectó un lineazo por encima de segunda, me estiré cuanto pude y la cogí. Los corredores estaban movidos, el de segunda más que ninguno. Reaccioné y pasé la bola a Felipe. En lugar de felicitarme comenzó a decir improperios, rojo de ira. Las gradas aplaudían y él peleaba.
Según dijo y así fue, tuve un triple play en las manos. Debí sacar out primero al corredor de la inicial; lo vio clarito. No sé si otro, aparte de mi tío Mongo Peláez, de visita en las Minas, quien jugó pelota fuerte para el Central Hershey en los años cuarenta, logró ver la jugada. Cuando usted tiene que decidir en fracciones de segundos, con el público en el bolsillo, a veces no ve las cosas tan claras. Además, tengo que reconocerlo, no fui pelotero programado para triple plays, como él y el mismísimo Alfonso Urquiola.
Cuando jugaba con nosotros, el pleito se tornaba más fácil, aunque no bateara o hiciera una marfilada, porque destelló talento y ejemplo, factores que pocas veces logran unirse. Después se convirtió en técnico cotizado dentro y fuera de Cuba, hasta Comisionado Provincial. Tuvo el honor de descubrir a Omar Linares para jugar la antesala.
Analiza al detalle, posición por posición. Exige más que ninguno, al extremo de considerar que no ha conocido bateador extraclase, en tierra de grandes toleteros. Así es Felipe, polémico e inteligente, peleón, bueno; difícil para pagar un trago. Sigue siendo aquel muchachito que calzó los spikes con Las Minas, para no quitárselos.