Cuba se despertó en silencio el 25 de noviembre de 2016. La noticia recorrió la Isla como un viento frío, ese mismo viento que a veces sopla en las noches de noviembre y parece arrastrar consigo recuerdos de tiempos pasados. Ese día, el país perdió a uno de sus hijos más ilustres, y a la vez, ganó una leyenda: Fidel Castro Ruz, el líder histórico de la Revolución Cubana había partido.
Fidel no fue solo un hombre, fue un huracán, un río indomable, una llama inextinguible que transformó cada rincón de Cuba. Su figura, su voz, su energía se convirtieron en símbolo de resistencia y esperanza para generaciones enteras. Nació en una Cuba donde pocos tenían mucho y muchos no tenían nada, y decidió que aquello no era justo. Así, como quien toma una decisión sencilla y firme, dedicó su vida a luchar por los desfavorecidos, a enfrentar tempestades y a construir una nación diferente.
Es imposible hablar de Fidel sin recordar el amor que sentía por su pueblo, por esa Cuba que conocía desde sus campos de caña hasta sus calles adoquinadas. Caminó junto a su gente, bajo el sol abrasador y en medio de tormentas, y escuchó sus voces, sus necesidades, sus sueños. Fidel fue el hijo de todos los campesinos, el hermano de todos los obreros, el amigo de todos los estudiantes. Con él, Cuba no era solo una Isla, sino un espíritu de resistencia, una fuerza que iba mucho más allá de sus fronteras.
En el ocaso de su vida, cuando sus pasos ya eran más lentos y su voz más suave, Fidel seguía siendo Fidel. Porque su espíritu nunca fue cuestión de fuerza física o edad, sino de una voluntad férrea, de un compromiso que trascendía su propio ser. El Fidel de los últimos años era el mismo que había liderado el asalto al Moncada, el que se había enfrentado al poderoso con nada más que ideales y un corazón dispuesto a darlo todo.
Esa noche de noviembre en que Fidel partió, el cielo cubano parecía pesar más de lo usual. La Habana, con su bullicio característico, se encontró en una calma poco frecuente. En los barrios, en los campos, en cada rincón del país, había un silencio que no era tristeza, sino una especie de contemplación profunda, un respeto hacia alguien que había sido mucho más que un líder. Porque Fidel no fue solo una figura política, fue un padre, un maestro, un guía que siempre estuvo presente, incluso, en los momentos más oscuros.
Cuba, ese pedazo de tierra que él tanto amó, supo honrarlo con dignidad. Durante días, las plazas se llenaron de cubanos que, con lágrimas en los ojos y puños en alto, le dijeron adiós. Pero no era un adiós definitivo, porque Fidel vive en cada ideal de justicia, en cada gesto solidario, en cada vez que alguien defiende lo que cree. Su legado no es algo que pueda apagarse, porque se encuentra en la esencia misma de la Cuba que él ayudó a construir.
Años después de su partida, Fidel sigue presente. En las escuelas, en las clínicas de los barrios, en los sueños de quienes creen en un mundo mejor. Su imagen permanece en cada mural, en cada historia contada, en cada corazón cubano que palpita por el amor a la Patria. Fidel Castro es, y siempre será, un faro, una luz que guía, incluso cuando parece que todo se oscurece.
Dicen que los líderes de verdad nunca mueren, que simplemente se transforman en algo más grande. Fidel se convirtió en historia, en leyenda, en inspiración. Y aunque su voz ya no resuena por las calles, su mensaje, sus ideales, su lucha siguen vivos. Porque Fidel no se fue, simplemente cambió de forma, y hoy es esa fuerza intangible que empuja a Cuba hacia adelante, recordándole de dónde viene y hacia dónde va.
Fidel, el hombre, puede haberse ido, pero Fidel, el símbolo, vive en cada cubano que lleva a su país en el corazón.