Abuelo José levantó la pesada osamenta y enrumbó los pasos hacia la cocina, sirvió en la jícara un poco de café que abuela Laura hizo con un mimético ritual, bebió unos sorbos y dejó el fondito para ella.
Buscó varias hojas de buen tabaco y se dispuso a preparar el primero. Sus dedos acomodaron capa tras capa con precisión milimétrica. Pasó la lengua por las costuras y se llevó a los labios la aromática hoja, cosechada por amigos sanjuaneros. Lo saboreó tanto como al café y fue a la pequeña sala para devorar la prensa del día, desconocedora del acontecimiento.
Los menores de la casa se le encimaron. En una pierna cargó a la avispada Nena y en la otra a Juan Antonio, el primero y, hasta ese momento, único varón. Los meció en el sillón, depositó un beso en sendas mejillas y con ellos se fue a jugar con la cotorra que un día les obsequiaron.
Al abuelo no lo conocí, nació a finales del siglo XIX en Las Pozas, poblado ubicado entre La Mulata y Bahía Honda. Ella, Laura Amalfi, a quien adoré y llamé Lily, vio la luz en una mina situada antes de llegar a La Mulata, entre La Palma y esa localidad.
A mediados de la segunda década del siglo XX, unieron sus vidas para fundar el humilde hogar. Se fueron a Puerto Esperanza y comenzaron una laboriosa existencia, donde le sacaron poco fruto a la tierra.
Entonces, la familia se trasladó para Minas de Matahambre, un pueblo que prometía. Hasta allá llegaron coprovincianos, gente de todo el país y bastantes extranjeros. Chinos, polacos, checos, rusos, italianos, españoles, japoneses y de todos los confines trataron de imponer el fútbol, sin resultados. En las Minas, hasta mucho después, solo se jugó pelota.
Él heredaba ancestros del País Vasco, donde el apellido quiere decir tío y anda en boca de los muchachos. Ella de Italia; su padre, Giovanni Amalfi, un monje que renunció al oficio por amor, vino en busca de mejor vida a la isla desde su lejano Lago Negro, zona de mafiosos peninsulares con los que nada tuvo que ver.
En las postrimerías de 1922 tenían una hembra y un varón. Pudieron parar, pero agregaron otro par de machos: Víctor y Rodolfo. Abuelo José vio en el primogénito al buen pelotero que no pudo ser. El niño golpeaba con singular destreza los objetos que le tiraba.
Tomó un par de naranjas verdes del patio y, cual Adolfo Luque, se dispuso a lanzarlas; las devolvió con un rústico palo de trapear. El padre esbozó una sonrisa, lo cargó y besó en la frente: –Dile a tu madre que te prepare bien, te voy a llevar a la inauguración del estadio.
El pequeño corrió, saltó sobre la robusta Lily, la llenó de besos y con lengua torpe de dos añitos, gritó: –Mamá, me voy con papá para la pelota. –Solo si te comes todo el almuerzo. Los peloteros tienen que alimentarse bien para poder batear. –Sí, sí, todo, todo.
Sin esfuerzo engulló frijoles colorados con arroz, pepinos y un duro pedazo de tasajo. El imprescindible huevo, un poco de arroz con leche y listo para partir. El reloj marcaba las 11:15 del día. –Vieja, sírveme, que aquello va a ser una locura, la gente no cabe en el estadio.
El pueblo pelotero, acostumbrado a jugar donde hubiera espacios sin elevaciones, viviría en solo un rato aquel suceso de marca mayor. Nadie quedaba en casa. Desfilaron desde zonas aledañas en caballos y buenas piernas, sin carretera en condiciones ni vehículos a la orden del día.
Abuelo José sintió una extraña y lógica paradoja, propia del nacimiento de cualquier competencia. De los fundado-res, ¿cuál sería su equipo? En Los Mine-rostenía amigos, como el oriental que llegó en la misma época al nuevo terruño. Pero en La Superficie había más. A fin de cuentas, él trabajó siempre fuera del pozo, con una sana y desprejuiciada entrega a la moderna técnica de compresores del norte arrendatario.
Llamó por su nombre al niño. –Dale un beso a tu mamá y a tu hermana. Apúrate, que llegamos tarde. La madre lo cargó con orgullo y apretó contra sí. Nena, con sus cuatro añitos, quedó como si tal cosa, en el arrullo de la muñequita; la única.
Se oía la algarabía en la añorada instalación. Padre e hijo avanzaron poco menos de 100 metros hasta el estadio. Abuelo José compró su papeleta; gratis para el niño. Se ubicaron en la parte alta de las gradas. Tras saludos de rigor, se dispusieron a presenciar el espectáculo, que dejaría inaugurado un emblemático y rústico parque beisbolero.
Alguna vez, años después, coincidieron los abuelos Pancho y José. Evocaron tiempos juveniles a comienzos de siglo en La Palma, donde jugaban pelota en horas de recreo y, alguna que otra vez, tuvieron que liarse a pescozones con ciertos atrevidos. El condiscípulo, futuro presidente Ramón Grau San Martín, estuvo de su parte. Ellos recordarían que el ilustre y ocurrente político recibió más golpes de los que dio.