Para algunos, los últimos meses fueron más de lo mismo, para otros el confinamiento fue una escuela, con un agresivo profesor que nos dictaba a distancia – solo posible de ver en el microscopio -, y cuán caro nos podía resultar un error con la certeza de que si te equivocabas te castigaba fuertemente y hasta te privaba de la vida.
Desde la ventana veíamos pasar el tiempo, los transeúntes que a veces criticábamos por andar en la calle, pero sin preguntarnos ¿por qué lo hace? Quizás por alimentos, medicamentos, urgente necesidad de trabajar o simplemente a ver un familiar, porque no todos disponen de teléfono en la casa y menos aspirar desangrar su bolsillo con un celular.
Desde la misma ventana tuvimos oportunidad alguna vez de ver a una mamá con lágrimas por no alcanzar turno para una porción de pollo, mientras a unos metros estaban los rostros festivos porque compraron por enésima vez.
Hay gente que no se han dado cuenta aún qué ha sucedido: en su barrio, su provincia, el país y en el mundo. Están contentos esperando por la playa, criticando porque en su kiosco, en la placita y en la bodega no ha llegado más y al comenzar el noticiero preguntan: ¿no hay nada de música en otro canal?
En otra ventana, más pequeña y electrónica, esta vez encontramos a quienes, aunque cubiertos sus rostros por una mascarilla, sí pudimos verle el corazón. Es de las grandes ganancias de la epidemia.
Los trabajadores de la salud han estado siempre a nuestro lado, pero ahora algunos los comenzaron a llamar ángeles guardianes y se enteraron de que su función no es comerciar con la vida o facilitar medicamentos a quienes paguen más. En algunos lugares tardaron en saber esa importancia y les prohibieron volver a su edificio, montar en su bus o entrar a un mercado, pasaron de sanadores a portadores del pecado de la enfermedad.
Cuanta felicidad estar aquí. Nunca valió tanto el lema de los pioneros como hoy, porque esas estampas que les muestro no son nuestras, son vistas desde la ventana, la larga ventana que nos enseñó cuan pequeño es el mundo: un virus microscópico detectado por primera vez en China nos perjudica y arrasa en el Caribe; los alimentos que a nadie le intentó saber de dónde vienen, ahora no los tenemos y profesamos interjecciones, porque se pararon los barcos, los aviones, el comercio.
Aprendimos mucho, convertimos una pequeña sábana en salvador de vidas en el hogar, cubrimos los rostros de los pequeños, los grandes y los viejos, y otros con más iniciativa hicieron esa protección con una media, una bufanda, un gran pañuelo o media copa de un ajustador, pero aprendimos más: que con ese protector estamos a menos riesgo de catarros e infecciones respiratorias.
Qué se habrán hecho los que eternamente criticaban cuando demoraba la guagua o dedicaban una larga carta de denuncia porque el chofer de la “entidad” no lo recogió. De la noche a la mañana todo se detuvo, pero la ciudad no: a pesar de rogarles “quédate en casa” cada día crecían las personas en la calle; imagino que ese ejercicio cotidiano de caminar kilómetros bajo el sol criollo algún beneficio les habrá dejado.
Y hay quienes se quejaron porque cerraron los gimnasios. ¿Pero quién dijo eso? La ciudad y cada barrio fue una práctica de sano ejercicio corriendo detrás del detergente, kilómetros recorridos por el simple deseo de salir sin utilizar otro vehículo que no fueran los pies, con entusiasmo incluido y la satisfacción de contar cuánto caminó o las colas que hizo.
Hubo dos confinamientos: el natural que fue “chismorreteo” de balcón a balcón, de portal a portal, por la ventana o la puerta entreabierta, y el ciberchisme para los más aventajados que Nauta les trajo las cosas a la casa.
A Facebook debían darle una medalla pues se convirtió en una vitrina del arte universal: debutaron los poetas, nos colmaban de buena y mala música, quizás superamos a todos los literatos de grandes pandemias históricas anteriores; el humor vistió de gala, blanco, negro, (creo que esta vez hubo humor mulato), porque realmente a los cubanos nos puede faltar algo, pero no la risa.
Espero que en los próximos concursos literarios comiencen a aflorar los frutos de la pandemia, porque no hay un humano que permanezca callado, aún sin terminar la “fiesta”. Esa es la voluntad que nos hace fuertes, para después del llanto, cantar a todo pulmón. Es parte de la ganancia de los últimos tiempos.