Mi padre fue pelotero. En Cuba todos somos, de una forma u otra, peloteros. Nació el 9 de marzo de 1920 en Puerto Esperanza, aquel pueblo costero de pelota y falleció el 19 de julio de 2001. Sus primeros pasos los dio en las Minas de Matahambre; más de pelota todavía.
Tuvo varios entretenimientos saludables, no fumó ni bebió alcoholes. Por eso anduvo hasta sus juveniles noventa y un años. Podía faltar el sol, pero él no al estadio. De ahí nos viene la afición por este deporte.
También fue gallero en la época de Eladio Machín, el mismo que suspendidas las lidias, vio más de cuarenta veces la película “El Gallo de Oro”, en el único cine de las Minas, cuando se desempeñaba como portero y algunos muchachos se le escurrían para obviar el pago de las entradas.
Era la otra pasión del pueblo y de mi padre. Varias veces me colé en la repleta valla, a fines de los años cincuenta y comienzos del sesenta del siglo XX, donde se sentía la algarabía. Allí pude ver muchos pescozones en las apuestas de cientos y miles de pesos.
Mas a mi viejo lo acompañó el único vicio: la pelota. Se desempeñó en el jardín derecho, donde fildeaba bastante bien y bateaba peor.
Eso sí, “joseaba” como ninguno. Es necesario guapear, gritar, desconcentrar a los lanzado¬res contrarios y dar ánimos a los nuestros, pero el juego se gana en el terreno, lo sabía bien.
Por su poca paciencia, un caluroso mediodía de 1948, cuando integraba el equipo CASA REYES, se atrevió a sugerirle al manager un consejo que se caía de la mata. Si imagina el desenlace, no hubiera dicho nada.
Jugaban en el cercano poblado de Pons. El equipo de segunda categoría se enfrentaba a un pitcher fuera de serie. El juego iba a toda máquina y nadie hacía nada, los ponches sumaban con facilidad. Eugenio Hernández, conocido como El Gallego, lanzaba con una velocidad poco usual para aquel team. La gente iba y venía dentro del dugout, los fanáticos estaban con los del patio.
El marcador abultaba para la gente de PONS. Y LAS MINAS nada. El manager, Olegario Pérez, ordenó alguna que otra jugada, pero todo salía mal. Los demonios acechaban a los de mi pueblo. Por un momento parecieron confiar el desenlace a la Providencia.
Entonces vino la propuesta de mi padre:
–Olegario, tienes que hacer algo, el juego se acaba y este hombre nos va a dar nueve ceros. Hay que mover el banco.
Ahí estuvo su error. Claro que había que mover el banco. Olegario, sin pensarlo dos veces, llamó a Chicho Silvestre del cajón de bateo y le dijo a mi padre:
–Juan Antonio, ve y dale un batazo al Gallego.
Mi viejo quiso tomarlo en broma, aguardó un segundo para ver la seriedad del asunto, pero con decisión, Olegario sentenció:
–-Chicho, dale el bate a Osaba.
Momento para temblar. Se acordonó fuerte los spikes y buscó una protección para su cabeza; no había cascos y se encasquetó la gorra. Entre los pocos bates, escogió el menos pesado. Salió dispuesto a conectar un jonronazo como los de Pedro Formental, su ídolo del HABANA.
Angustiado por el deber, llegó al cajón de bateo y se limpió los spikes. Tomó un poquito de tierra; se preparó para lo peor. Era el séptimo inning, al que llaman “de la suerte”, que no es tal cosa, sino el que muestra a los pitchers cansados. Pero aquel hombre parecía comenzar.
El primer lanzamiento mi padre no lo vio pasar y fue por el centro del home. Al segundo, con el ampaya posicionado detrás del pitcher, este cantó buena una indescifrable curva. Y en honor a lo que siempre exigió a los jugadores de hoy, le hizo swing al tercero. Se ponchó, pero tuvo el mérito de no dejarse cantar el último stri¬ke. –A ése hay que tirarle, ¡coño!
Así me lo contó el viejo. Yo no estaba con él, solo tenía un año. Mis hermanos no habían nacido. Mucho nos hubiera gustado darle los ánimos del mundo en su desesperada e incrédula forma de sacar la cara por el pueblo.
A partir de ahí, pensó mejor el modo de asesorar a los directores. A veces es preferible quedarse callado, aunque de ser así, no hubiese enfrentado al Gallego ni yo podría escri¬bir esta historia.
Es cierto, se ponchó, pero llevó con dignidad aquel pasaje de su vida beisbolera, donde tuvo el honor de hacerlo contra un lanzador superior, sin dejarse cantar el tercer strike.
¡En su código de honor no estuvo permitido!