Hay oficios que se las traen. Hay hombres que, sin meterle el coco a los azares, se echan a cuestas el peligro, y cada mañana dejan a los suyos aún en cama y marchan en línea recta a cumplir con su deber. Sobre dos protagonistas de la insoslayable lid, habla este reportaje, tímido escrito que apenas intenta tributar un haz de luz acerca de quienes en La Palma hacen posible que la gente, en medio del eterno verano que cuasi por designio nos acompaña, no tenga a mano motivo de más para agriarse la vida.
Diálogo con un sobreviviente de la vieja guardia
Estoy seguro de que, salvo familiares y algún que otro curioso, no va a hallar en el pueblo y en su periferia a nadie que pueda dar fe sobre el tal Santiago García Cruz por el que pregunta usted. Ahora, si de golpe recuerda que el sujeto de marras anda siempre al volante del camión grúa de la empresa eléctrica, entonces, lo más probable, es que luego del típico gesto que acompaña a una sonrisa burlona le respondan, a coro: “Ah, chico… Ese es el Cao”. Como no es mi caso, me resultó muy fácil llegar a él. Y rememorar épocas pasadas.
Conversé muchas veces con su padre, el infatigable Brígido, hombre de confianza y encargado del chalet que en Mil Cumbres erigiera, para su asueto de fines de semana, el general Armando Montes y Montes, jefe militar en la Cuba republicana. Y me atrevo a creer que, sin lugar a dudas, aquel mulato viejo, amable por naturaleza, legó al hijo su proverbial laboriosidad. De ella han sido testigos todos los que a lo largo de las últimas cuatro décadas sudaron la camisa junto a él.
“Yo ayudaba a mi padre en El Burén, que era lo que me gustaba de verdad. Pero, cosa de los tiempos: un día, cuando andaba por los 16, me mandan una cita; que me presentara en Bahía Honda, la región a la que pertenecíamos. En cuanto llego, me salen con que tengo que incorporarme a un centro de trabajo. Dime tú. Allí mismo me cambiaron la vida, sin que contara el apego a la vega donde nací”.
La guataquea de caña, en el central “Manuel Sanguily”, fue su destino inmediato. Breve lapso. Muy pronto se hizo realidad el embullo de pertenecer a la Columna Juvenil del Centenario. Ya en la escuela para oficiales de Boca de Galafre, en San Juan, a punto de graduarse como sargento mayor, decide no seguir en la vía militar, y acaba el período de servicio como soldado y albañil en una unidad, en 1976. De ahí, se sucedieron varias faenas, desde la incursión en predios de la Mina de Júcaro (Bahía Honda), hasta sus estadías en la brigada de mantenimiento de la Dirección de Educación en La Palma, en el sector gastronómico; y como chofer en la FMC, el Banco de Crédito y Comercio, y en Materias Primas.
“Cuando eso, mi hermano Toribio dirigía la Empresa Eléctrica, y me trajo con él. Me acuerdo que eso pasó en 1982. Aquí empecé en un Zil-157. En el 87 me dan este camión que tú ves, casi nuevo, que es como si fuera un familiar (y me señala el Zil-131 en el que transcurre buena parte de su existencia). Nos llevamos de lo mejor. Fíjate que andamos juntos hace 35 años. En todo este tiempo, hemos estado pegando el pecho en un montón de lugares, no solo fajados con el rastro de los ciclones, sino echándole una mano a otras provincias en la electrificación, como ocurrió aquellos tres meses que estuvimos en Camagüey. Uff… Eso está lejos cantidá”.
Mucho más espacio habría que dedicarle al Cao, un trabajador legendario dentro de su colectivo; y un cubano a pulso: serio cuando hay que serlo, jodedor ocasional. Lo último lo ilustra de maravillas, mientras le comento sobre el texto, mi buen vecino Frank, quien entre risas me cuenta las enésimas veces que, al tropezarse con el eléctrico, este se le queda mirando con cara de fingido desespero, antes de soltarle a boca de jarro la seguidilla: “Pancho, qué bien nos vendrían ahora mismito par de cervezas”, remarcando cómicamente el sonido de la z, imitando a un castizo español.
Han sido igual de buenos los que llegaron después
Tal es así de real que, cuando le pedimos a Héctor Oramas Sánchez, director de la UEB La Palma, que eligiera a un joven liniero para encausar el reportaje, él se tomó un rato antes de nombrar a nuestro segundo protagonista: Yoan Valdés Sánchez, sin apodo. Él forma parte de una generación de eléctricos que ha crecido agradecida por la experiencia que le transmitieran sus antecesores; heredera no solo de sus conocimientos, sino de la entereza al asumir tan agreste profesión.
“En verdad soy graduado del Primero de Mayo, en Refrigeración. Pero, estando en el Servicio Militar Activo, en Caiguanabo, un primo que trabajaba aquí empezó a hablarme sobre lo que hacía; sobre lo que podía aportarme en todos los sentidos un puesto como este. Y acabé embullándome. Vaya, para serte franco, en aquel momento yo quería experimentar, conocer un oficio distinto al que había estudiado. Y no me pesó. Llevo trece años en este grupo, de gente desprendida y muy bien llevada, con los que puedes ir hasta el final”.
De niño soñaba con ser deportista (no de hockey sobre césped, como su padre, Papín): pelotero, o karateca. Al final del camino, no se truncaron del todo los anhelos, porque hoy día parte de su rutina consiste en practicar las artes marciales en general. Independientemente del rigor con que enfrenta a diario la faena que le asignen, Yoan es un joven como otro cualquiera de su tiempo: seguidor ferviente de las tecnologías, dispuesto a extender la lista de sus amigos en las redes, al tanto de cuanta novedad aparezca en el ámbito profesional.
“La vida nuestra es de muchísimo sacrificio. A la hora que haga falta estamos dispuestos a partir hacia donde nos digan. Fíjate que, en cuanto empieza la temporada de huracanes, andamos pensando en ir recogiendo los matules, porque nada más que aflojen un poquito los vientos nos trepamos en los carros y ahí le partimos pa arriba a los daños que haya dejado el ciclón. Lo que te digo, lo hemos hecho una pila de veces desde que estoy aquí…; y ojalá y este año sea la excepción”.
Aparte del enfrentamiento a las contingencias meteorológicas que más afectan a Cuba, este diestro liniero no olvida el año y dos meses que estuvieron asignados, en grupos rotativos, a la restitución de viejos circuitos en La Habana. Fue una época que vivió a plenitud, de horas y horas de intensa labor; pero de sutil descubrimiento de los aires citadinos que en su bien tejida telaraña atrapan al visitante, esos que tanto afaman a la capital del país.
“El miedo siempre existe, y el asunto está en ser capaz de controlarlo siguiendo el principio de no confiarte jamás. La persona que no tenga miedo, es un temerario. Y este no es un oficio para tomarla a la ligera. Tu vida depende de ti; de hacer las cosas bien”, me confiesa al final.
A modo de cierre La UEB La Palma festejó en fecha reciente el cuarto año consecutivo en que es declarada Vanguardia Nacional. Es -lo doy como hecho cierto- el resultado del esfuerzo común; de la prestancia colectiva. Pero, si por cuestiones de periódicos apenas hubiese espacio para dos nombres (como sucede en realidad), convencido estoy de que en la utópica asamblea todos y cada uno de los presentes concordaría en señalar a los elegidos: el Cao de don Brígido, y el Yoan de María Elena y Papín. ¿Me equivoco?