No es la idiosincrasia del cubano la de arrebatar, despojar, lucrar inescrupulosamente, o la de esperar cual víbora ansiosa la desesperanza o el infortunio de su víctima.
Quizás los “un poco más mayores” podrán decir más al respecto, pero me creo con décadas de vida suficientes para agregar, afirmar y categorizar que los tiempos que estamos viviendo son hoscos, oscuros, vertiginosos.
En estas mismas páginas, quien suscribe ha descrito y denunciado, a modo de crónica social, –en varias ocasiones– el descalabro de los valores frente al desenfado de la honestidad.
Me pregunto hacia dónde mirar o querellar cuando una mano queda tendida; cuando un “buenos días” o “gracias” esperan por similar respuesta o interlocución; cuando la ausencia de un “siéntese usted”, me permite su cesta” o un “puedo serle útil en algo” laceran, hieren, tajan los sentimientos… el alma.
Y a decir de algún filósofo, podemos perder todo menos la dignidad, pues solo así sucumbiríamos al salvajismo social, a la hecatombe de toda civilidad conocida.
Recientemente fui testigo de algo rayano en la desidia, en la obsolescencia de todo pudor… lo peor de todo, fue en un espacio público.
Resulta que en la cola de un concurrido agromercado, en “ires y venires” despistados, una señora dejó por error su sombrilla al pie de un mostrador. No creo haber sido el único en percatarse, pero sí quien alertó sobre el olvido.
Lo más triste de este asunto, por increíble que parezca, no fue que persona alguna dijera nada al respecto, sino observar la cara de la vileza misma en quien esperaba atento a que la señora desapareciera en el gentío para usurpar el bien ajeno.
Tal escena, y me dará la razón, amigo lector, de seguro usted la ha visto innumerables veces, ya sea con sombrillas, gafas, celulares, bolsos, documentos, y tantos otros artículos que pueden desaparecer –y lo hacen de hecho– casi al instante que su portador se aleja.
A mi grito de: “¡Señora, olvidó su sombrilla!”, no muchos voltearon a ver; pero quien acechaba, reojeó al escriba con el desdén típico de un ser inferior. No recibiría su “recompensa” esta vez.
-¡Gracias mi’jo! El mejor día olvido la cabeza, diría la señora con una sonrisa agradecida, mientras sus dos manos agasajaban la mía que le devolvía su “techo”.
-No es nada señora, usted hubiese hecho lo mismo, argumenté con una sonrisa de vuelta.
Y no es un mero cliché. Hacer el bien se siente bien. No debe haber –ni creo exista– mayor recompensa en el mundo que la sensación de plenitud que inunda el alma tras alguna acción generosa.
Recordemos un consejo de nuestro Apóstol en las páginas de La Edad de Oro cuando dijera: “Las cosas buenas se deben hacer sin llamar al universo para que lo vea a uno pasar. Se es bueno porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien, o se ha dicho algo útil a los demás”.
Y sí, a veces nos cuesta hacer el bien, pues cada hombre de por sí libra estas batallas en su interior. Entendamos que también es difícil responder a un mal, pues se necesita carácter y entereza, se necesita amor o la sabiduría de aquel proverbio bíblico de “(…) nunca respondas al necio a la altura de su necedad para que no seas igual que él, responde como merece su necedad para que no se crea sabio en su opinión”.
Y si usted cree en el karma, la resurrección o la ley de la atracción del universo, querido amigo lector, sepa que también la ley del hombre, aunque igualmente invisible, premia todo acto honorable.
Evoquemos, entonces, nuevamente a Martí al decir que “(…) cada hombre lleva en sí todo el mundo animal, en que a veces el león gruñe y la paloma arrulla, y el cerdo hocea; –y toda virtud está en hacer que del cerdo y el león triunfe la paloma”.
Hagamos, pues, de la honestidad y el decoro nuestras cartas de presentación.