Catorce años atrás, francamente emocionado, asistí a la publicación del libro Presencia de Martí en La Palma, del escritor e historiador Armando Abreu Morales, amigo ausente, hermano de utopías. Fruto de una exhaustiva y cuasi obsesionada investigación, la obra se empeña en demostrar —hasta donde le fue posible a Mandy en su titánica batalla contra las carencias de documentos que probaran su hipótesis— que, en algún momento de su breve estancia en la Cuba de posguerra, la tierra que nos vio nacer acogió aún sin saberlo a quien después sería proclamado por derecho propio Héroe Nacional.
Y no hay mejor ocasión para recordar al autor y su obra que un día como hoy, este en que los patriotas cubanos rendimos homenaje al Apóstol, a 127 años de su caída en Dos Ríos, cuando más falta le hacía a la revolución que desde tiempos de Céspedes embebía a los nacidos aquí. Por eso, me alegré infinitamente de que Alejandro Benítez, inquieto comunicador de Educación, me hiciera llegar constancia gráfica de que la fecha para nada pasaba inadvertida; de que, por obra y gracia de los pioneros y maestros del seminternado Mártires de La Palma, Martí había vuelto a pasearse con gallardía por nuestro querido terruño.
Como igualmente soy de los que aman y fundan, nace en mí el deber de no pasar por alto esta oportunidad; idónea para hacer público el orgullo que, desde que tuviera uso de razón, he sentido yo por aquel cubano bueno que un pretérito día de mayo prefirió morir de cara al sol.