David es un niño activo y de energía ilimitada, por lo cual no logra estarse quieto por mucho tiempo. No sobrepasa los 10 años. Le gusta jugar al fútbol y se inventa mundos en donde vive las más intrépidas aventuras; pero ser un pequeño vivaracho no le roba la inocencia característica de los infantes y por más que se imagine a sí mismo como un héroe de capa y espada, fuera de sus fantasías está expuesto a mil y un peligros de los cuales no es capaz de defenderse por sí mismo.
Él sabe que en los últimos tiempos el mundo ha cambiado. Así lo demuestran los rostros de todos a su alrededor cubiertos por ese escudo de tela, también lo confirma el señor mayor de pelo intensamente blanco a quien ve por las mañanas en la televisión y lo reafirma el cambio del escenario escolar.
Por estos días no se pone su uniforme ni va a la escuela. Eso sucedía solo en vacaciones o cuando alguna gripe u otra enfermedad común en los niños le impedían ir al sitio donde aprender y jugar se dan la mano. Ya no saluda a la maestra con un beso ni le cuenta a su compañero de asiento el gol que marcó el día anterior. El aula es ahora la sala de su casa y el televisor se convirtió en pizarra, pero la asistencia ya no es tan regular como antes.
Su mamá trabaja y él permanece al cuidado de la abuela, una señora mayor, con los achaques y el cansancio acumulado por el paso de los años, a cargo también de las labores domésticas. La energía de su nieto la supera y por más que lo intenta no logra cumplir el objetivo de sentarlo para recibir las teleclases, transmitidas por Tele Pinar.
En no pocas ocasiones David se rinde ante el llamado de Carlitos y Javier y busca la manera de escabullirse para encontrarse con ellos. Su abuela se hace de la vista gorda pensando: “solo por esta vez”. En medio del juego, se va el miedo por ese virus del que tanto le han hablado y con él la protección del nasobuco, porque hay calor, le pica la nariz y cómo le va a pasar algo, si está en su barrio y con su grupo de amigos: “aquí ese coronavirus no llega”.
La historia es alarmante y tristemente real y común. David, Carlos y Javier no son los únicos infantes expuestos a contraer una enfermedad que en Cuba ya ha contagiado a más de 3 600 menores de 18 años desde el inicio de la pandemia en el país (a punto de cumplir un año el próximo 11 de marzo). En solo los seis primeros días del mes de febrero se confirmaron 576 en edad pediátrica, para un promedio de 96 casos por día.
El doctor Durán ha llamado la atención sobre este asunto, alertando sobre el peligro al que se encuentran expuestos los más pequeños. Ellos, aun cuando repitan cuán mala es la enfermedad o hablen de la importancia de usar mascarilla, no son capaces de entender realmente el impacto de la COVID-19. Su mente de niños no les permite protegerse como es debido ni su sentido de supervivencia se mantiene todo el tiempo alerta. Esa responsabilidad corresponde a los mayores.
Y sabemos que tener pequeños en casa demanda mayor tiempo e implica a veces hacer casi magia, para lograr estar al tanto de ellos, atender todos los quehaceres domésticos y cumplir con las funciones laborales, en el caso de quienes se encuentran en la modalidad de teletrabajo.
No se trata de buscar culpables ni señalar con el dedo, tampoco de generalizar pues son muchos los adultos responsables; pero lamentablemente no son pocos los que han bajado la guardia y la percepción de riesgo en cuanto al cuidado de ese grupo poblacional.
Los familiares no deben exigir el cierre de las escuelas ante el incremento de los casos como medida de protección, para después descuidarse y se vuelvan escenas comunes, niños y jóvenes jugando en las calles sin supervisión adulta y sin cumplir con las medidas de protección.
Los infantes no son inmunes a la COVID-19, como muchos afirmaron en los inicios de la pandemia. Los doctores han asegurado que los contagiados también corren riesgo y su sintomatología puede agravarse, ya se han dado casos en estado grave, incluso en nuestra provincia.
Cuando se trata de la seguridad de nuestros hijos, nietos, sobrinos, nada tiene más prioridad. Aprieta el corazón imaginarse a un niño, sin verdadera conciencia sobre la enfermedad, con falta de aire, ingresado en un hospital, aislado y en uno de los peores escenarios necesitando ventilación mecánica.
La ciencia cubana no descansa para regalarnos lo antes posible la vacuna, pero hasta ese momento la mejor manera de cuidarnos es siendo responsables y preventivos, para que nuestros niños dejen de ser cifras frías en una lista siniestra de un virus que en Cuba ya se ha llevado la vida de más de 240 personas.