Cuando el estruendo de cualquier avión comercial se dejaba oír en el poblado de Minas, Camagüey, el niño Marcelo Feliciano corría afuera para observar el vuelo de la aeronave.
Su madre dejaba escapar una sonrisa al verlo tan entusiasmado, dibujando adioses a aquella máquina, que un día, de hombre, llegaría a dominar.
El sueño de pilotearla comenzó a crecer en su cabeza poco después, cuando conoció a la rubita Evelia Valbuena Medina, su maestra de la primaria, pequeña como sus estudiantes y dueña de unos ojos que relampagueaban en su rostro con destellos verde-azules.
“La profesora tenía un novio llamado José Viamonte, que era piloto militar y cursaba estudios en la antigua Unión Soviética. Nos mostraba orgullosa las fotos de aquel muchacho y contaba anécdotas sobre él, que me parecían la cosa más fascinante de este mundo”, rememora Marcelo.
A la par de los relatos de su maestra, el niño comenzó a imaginarse a sí mismo como aviador. Cerraba los ojos y casi podía sentir la adrenalina de desafiar la gravedad. Ese anhelo no lo abandonaría jamás.
La escuela militar Camilo Cienfuegos acogió su adolescencia y más tarde, partió a la URSS a formarse como piloto, tal como lo hiciera en su tiempo aquel José Viamonte que tanto admiró de pequeño, y que alcanzó en la tierra fértil de su imaginación, la estatura de un superhéroe.
“Mi primer vuelo tuvo lugar en el año 1976, en una ciudad de Kirguistán llamada Kant. Fue a bordo un avión de instrucción, un L-29.
“Recuerdo el cosquilleo inicial en el estómago, haber tragado en seco cuando el avión despegó de la pista.
“En esas primeras incursiones nos acompañaba siempre un instructor. Cuando este hacía algún banqueo, es decir, inclinaba el avión hacia un lado, atinábamos a echarnos para el lado contrario, pues sentíamos que nos íbamos a caer.
“Al principio uno va tenso, porque de cierto modo estás haciendo una cosa anormal: andar en el aire no es normal; pero te vas acostumbrando poco a poco y después amas tanto eso, que es tu vida”, afirma Marcelo.
Hacia la década del 80 comenzó a trabajar como instructor de vuelo en la Escuela de Aviación Militar «Comandante Che Guevara», de San Julián, en Sandino.
“Nunca antes había visitado Pinar del Río y estaba un poco perdido. En aquel momento no podía presentir, que ya nunca me iría de esta provincia”, refiere y prosigue su historia:
“Llevaba puesto mi uniforme de primer teniente y cargaba a cuestas con una mochila enorme y el casco de vuelo. Personas muy amables me explicaron en la terminal que guagua coger hasta mi destino. Recuerdo que llegué de noche a San Julián.
“En ese sitio di instrucción a muchos cadetes que se convirtieron en pilotos grandiosos. Fue muy bueno estar ahí para ellos y acompañar su formación”.
“LOS TRES O NINGUNO”
Risco fue convocado en el año 1986 a cumplir misión militar en Angola y hasta allá viajó, ávido de colaborarles a los angoleños en su lucha contra el apartheid y la dominación sudafricana.
“Me ubicaron en Lubango, al sur, y luego pasé a otra ciudad del este, Menongue, donde tuve bajo mi cargo a la agrupación de aviación”, detalla.
El 22 de febrero de 1988, vivió el momento más escalofriante de toda su existencia.
“Nos avisaron de la presencia de aviones enemigos en el sur y hacia allá nos dirigimos mi número, Mayito y yo.
“En aviación militar el orden combativo más pequeño es la pareja”, explica. “El que va delante es el líder, y el que va detrás es el número, que es quien cuida a su superior. Usualmente, por su rango, el jefe es el más atacado y aquella vez no fue la excepción.
“Un cohete Stinger, térmico, disparado desde tierra, impactó la parte trasera de mi nave. Miré por los retrovisores y todo lo que vi fue humo y candela, además de los trozos que de cuando en cuando empezó a soltar el avión.
-Sepárate, le dije a mi número. Conmigo llevaba dos cohetes de largo alcance y dos cohetes de combare cercano que podían explotar en cualquier momento y afectarlo a él también.
“Inmediatamente reporté mi situación al dirigente de los vuelos y este ordenó:
-435, catapúltate.
-Negativo: Los tres o ninguno, le respondí.
“Mis compañeros me preguntaron después el significado de la frase `Los tres o ninguno´ y expliqué que mi voluntad entonces era salvar el avión, los cohetes y mi persona, o morir en el intento”.
No fue un acto de heroísmo aquello que hizo, según advierte, fue simplemente sentido de pertenencia con su profesión, con su máquina, a la que se acercó primero como un niño temeroso y a la que descubrió luego los secretos.
“Un piloto nuevo es incapaz de entenderlo, pero uno experimentado siente el avión con todo el cuerpo”, dice.
“No sé de donde saqué la serenidad, pero en aquel momento complicado, pude realizar maniobras anticohetes con sobrecargas límites. Sentía cómo los párpados se me cerraban por la presión. Nunca había tenido la muerte tan cerca y solo pensaba en mi hijita Yuni y en lo importante que era salir de aquel trance vivo para verla crecer”.
“Álvarez, un navegante jovencito recién llegado, que trabajaba en los radares, me dio las coordenadas de un aeródromo cercano por el que era factible aterrizar.
-Sí, a la vista, le confirmé, e inicié el descenso.
“Vi que todo marchaba favorablemente y saqué el tren de aterrizaje, luego activé los flaps. Estos son como unas aletas que salen por detrás de las alas para ofrecer mayor sustentación cuando se vuela a bajas velocidades.
“Antes de llegar a la pista apagué el motor. Al tener menos potencia descendí con brusquedad. Empecé el frenado. La máquina se salió hacia la izquierda porque una esquirla del cohete reventó la goma de ese lado. Metí el pedal derecho y apliqué freno completo.
“La rueda derecha frenó, pero la nave siguió yéndose hacia la izquierda, la izquierda la izquierda. Parecía que de un momento a otro se capotearía, es decir, se voltearía, pero se detuvo sin problemas.
“Salté a tierra y eché a correr con todas las fuerzas de mis pies, temeroso de una explosión repentina. Un médico afable, Sergito me asistió. No tenía ni un solo rasguño o quemadura.
“Al otro día, el mismo especialista médico me acompañó a ver los restos de mi avión. Observé el timón direccional, los alerones y la tobera destrozados y por primera vez, desde el accidente, sentí que se me aflojaban las piernas y se me tensaban los músculos.
“No sé cómo has conseguido llegar vivo”, me dijo un ingeniero mientras examinaba las perforaciones producidas por el cohete flecha dentro del motor”.
Aquel no podía ser el final del piloto bigotudo, como lo llamó en cierta ocasión uno de los jefes de la misión. Le faltaba conocer a dos niñas más y a un varón que le nacieron después de su retorno a Cuba, todos con su mismo sello: las cejas tupidas. En su celular guarda orgulloso fotografías de estos, y de los cinco nietos que hacen su felicidad.
“Tengo una familia muy bella”, afirma, y es de lo único que lo escucho presumir a lo largo de nuestra conversación.
REENCUENTRO
Marcelo vive cerca del parque Roberto Amarán, con sus padres ancianos a los que se dedica con devoción. Trabaja actualmente como jefe de objetivo de la empresa de Seguridad y Protección del Consejo de la Administración Provincial.
A veces sueña con su vieja profesión y despierta excitado. Ser piloto marcó su personalidad y le permitió encontrarse a sí mismo.
Un día, hace años ya, visitó su natal Camagüey y preguntó cómo podía ver a la profesora de su infancia, Evelia. Alguien le indicó la dirección de su domicilio, pero no fue allí donde la encontró, sino en el seminternado José Viamonte, nombrado así en honor al esposo de la educadora y padre de sus dos hijas, el cual había fallecido en un accidente aéreo durante una maniobra en la propia Tierra de los Tinajones.
– ¿Usted me permite abrazarla?, pidió Risco a una Evelia, un poco diferente a su vivaz maestra.
– Claro que puedes, dijo esta y respondió al afecto de aquel militar, con su ala de piloto de primera clase y varias condecoraciones que lo hacían verse como un hombre importante.
Marcelo la estrechó fuerte, como si pudiera retribuir, con ese abrazo, toda la inspiración que aquella maestra le otorgó a su vida.