En la Historia de Cuba, hay nombres que no se apagan, que permanecen vivos como antorchas encendidas en la memoria de los pueblos. Jesús Menéndez Larrondo es uno de esos nombres. Nacido el 14 de diciembre de 1911, en Encrucijada, un pequeño pueblo de Las Villas, su vida fue la encarnación de la lucha obrera y la defensa de los derechos de los más humildes. No necesitó uniforme ni armas para ser un guerrero; su lucha fue en los campos de caña, en las mesas de negociación, y en las calles donde alzó su voz como líder indiscutible de los trabajadores azucareros de Cuba.
Llegó al mundo en una época dura, donde la miseria del campesino y el obrero era la norma. Hijo de una familia humilde, creció viendo las injusticias de un sistema que exprimía a los trabajadores y los dejaba al borde del abismo. En ese contexto forjó su conciencia de clase, esa que lo llevó a convertirse, más que en un líder, en una esperanza para los oprimidos.
Desde muy joven comprendió que la verdadera fuerza de los obreros estaba en su unidad. Fue ese espíritu de solidaridad el que lo impulsó a convertirse en dirigente del Sindicato Nacional de Obreros Azucareros. En este rol, desplegó una labor incansable, defendiendo a quienes vivían entre el sudor de los centrales y el aroma dulce y amargo de la caña. Su lucha no solo se centró en los salarios, sino en la dignidad, esa que el capital extranjero y los grandes terratenientes les negaban sistemáticamente a los trabajadores cubanos.
El legado más importante de Jesús Menéndez se escribe con el nombre del “diferencial azucarero”, un logro que marcó un hito en la historia laboral de Cuba. Este beneficio establecía que los obreros debían recibir una parte de los ingresos generados por las exportaciones de azúcar, especialmente cuando los precios internacionales aumentaban. Con esta conquista, no solo llevó comida a las mesas de los obreros, sino que les devolvió algo más grande: la dignidad de ser reconocidos como parte esencial de la economía cubana.
Pero Jesús Menéndez no solo era un líder sindical; era también un hombre sencillo y cercano a su gente. Lo llamaban “El General de las Cañas”, no porque ostentara títulos militares, sino porque su autoridad provenía del respeto que se ganó entre sus compañeros. Caminaba con ellos, comía con ellos, y compartía sus penurias. En sus ojos brillaba la esperanza de un futuro más justo, y en sus palabras, la convicción de que ese futuro era posible.
El 22 de enero de 1948, el nombre de Jesús Menéndez se cubrió de luto y sangre. Asesinado en la estación de trenes de Manzanillo por órdenes de quienes temían su fuerza y su liderazgo, su muerte no fue solo una tragedia personal; fue un golpe al corazón del movimiento obrero cubano. Pero incluso en la muerte trascendió. Su martirio lo convirtió en un símbolo, en un estandarte que aún hoy ondea en cada lucha por los derechos de los trabajadores.
Por todas esas razones, no solo pertenece a su tiempo, pertenece al presente y al futuro de Cuba, a cada obrero que defiende sus derechos, a cada campesino que sueña con un mundo más equitativo. Su vida nos recuerda que la verdadera grandeza no está en los títulos ni en el poder, sino en la capacidad de entregar todo por los demás.