Quizás para cualquier lector resulte menos sorprendente, o mejor, inquietante, si en el título de este texto hubiera empleado en lugar de moderno, actual o vigente. Pero al margen de cierta estrategia periodística, creo firmemente que el calificativo más certero es ese, moderno.
La modernidad en el pensamiento y la obra martianos es un asunto que sigue ocupando mucho a estudiosos y especialistas, porque es inevitable partir de un presupuesto teórico que la realidad impone: estamos en presencia de un intelectual orgánico que sin dejar de ser, desde luego, hijo de su época, la trasciende o desborda.
Bastaría recorrer su ideario político, ético y estético para convencer a algún escéptico. Y ese es el rumbo que tomarán estas reflexiones, a riesgo de parecer por momentos epidérmico para salvar la amplitud del perfil a abordar.
Hasta el propio epíteto de Apóstol, tan arraigado en muchas generaciones de cubanos, reconoce su magisterio y, por tanto, salta a la vista esa naturaleza anticipada y de precursor en cuestiones que fueron evidenciándose en un gradual proceso de maduración y radicalización.
Ese es el caso de sus consideraciones sobre el peligro inminente que constituían los Estados Unidos de Norteamérica por su clara y desafiante política imperialista. En su definitorio ensayo Nuestra América plasma su tajante posición al respecto cuando afirma que “los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas”, o en su última carta a Manuel Mercado: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas”. Son frases que se han fijado en el imaginario popular, pero que lejos de la repetición mecánica deben invitarnos al análisis más profundo.
En el ensayo ya citado deja constancia del importante papel que tienen las ideas en el devenir social y, sobre todo, en periodos convulsos o de revoluciones. En ese sentido, son muy elocuentes sentencias, tales como “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra” o “No hay proa que taje una nube de ideas”, así como ese énfasis recurrente en torno a la necesidad de la unidad al aseverar que “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos”. De veras que no exagero al estimar que son criterios premonitorios.
Para Martí, la ética es el elemento que ennoblece a la política y a todo empeño transformador. También en este campo adelantó aspectos desde lo axiológico que hoy acogemos como interesantes claves para vivir y actuar en la cotidianidad. Entendía que la forja de valores rodeaba a un ciudadano y configuraba su conducta y actuación de manera muy singular. Tal razón explica perfectamente que continuemos sus pasos los que todavía creemos en “el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud”.
Los principios martianos sobre la educación en valores, desde la niñez y la adolescencia, devienen asidero de primer orden para saber qué hacer y cómo hacerlo a medida que crecemos biológicamente. No se me ocurre mejor ejemplo en este ámbito que su epistolario, pletórico de lecciones encaminadas a un comportamiento correcto, en especial, aquellas cartas que dirigió a sus hermanas y a la niña María Mantilla.
Y ya que hemos entrado en lo educativo, no sería ocioso decir que su legado en la esfera de la enseñanza es asombrosamente fecundo, y su ideario pedagógico posee un sabor a modernidad que nos sobrecoge: me voy a permitir presentarles tan solo tres apotegmas:
“… no hay mejor sistema de educación que aquel que prepara al niño a aprender por sí”.
“No se sabe bien sino lo que se descubre…”.
“Los conocimientos se fijan más, en tanto se les da una forma amena”.
La prioridad a lo propio, a lo autóctono, sin que ello implique estéril aislamiento, queda convincentemente planteado en su elegante prosa. Veamos estos enunciados que se perciben como certezas:
“La universidad europea ha de ceder a la universidad americana”.
“Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”.
“Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.
“El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!
“Crear es la palabra de pase de esta generación”.
¡Cuánta vigencia contenida en estas ideas! Ahora, que estamos empeñados, de lleno, en concretar todo un programa de descolonización cultural, el referente más rico es, una vez más, nuestro Héroe Nacional: su visión nos da luz, nos ofrece el camino.
La estética no escapa a esta característica de anticipación tan admirable, pues podemos encontrar consideraciones muy parecidas a las contemporáneas, incluso sobre la relación biunívoca existente entre contenido y forma. “Bella es la forma, en verdad; pero cuando está en pugna con la idea, debería preferirse la idea”, asevera.
Si lo anterior no fuera suficiente para sorprendernos, pudiéramos entonces entresacar aquel silogismo que llevó toda su vida como convicción: “El que ajuste su pensamiento a su forma -como una hoja de espada a su vaina- ese tiene estilo”. “El que cubra la vaina de papel o de cordones de oro, no hará por eso de mejor temple la hoja”.
De igual modo, lo que atañe a la teoría de la comunicación y específicamente a la recepción de la obra de arte: sus concepciones artísticas perfilan relaciones e interacciones que hoy son muy estudiadas, tales como las que apuntan a los siguientes binomios: realidad-obra de arte, realidad-autor, autor-público, obra de arte-autor y obra de arte-público. Se trata de un enfoque holístico, es decir, integrador muy adelantado para su tiempo.
Intuye el papel activo, movilizador de la literatura, la cual tiene para él la tarea de cambiar la realidad. O sea, se distancia de una óptica mimética tradicional para entrar en una nueva dimensión, que subraya el poder de transformación como tal.
Estamos ya en condiciones de asimilar y asumir en toda su amplitud y connotación aquellas palabras esclarecedoras de Cintio Vitier, martiano por excelencia: “Un Martí vivo, un Martí contemporáneo, un Martí de la perenne futuridad”.
Queda así respondida la interrogante retórica que aparece en el título. Razones hay muchas para afirmarlo.