El 11 de julio mi madre tenía como cada domingo de los últimos meses guardia en su centro de trabajo, habitualmente en esas jornadas hablamos por teléfono temprano en la mañana y luego por la tarde, cuando regresa a casa; ese día la localicé con inmediatez a través del celular, necesitaba oír su voz y confirmar que estaba bien.
Lo mismo hice con mi hermana y a ambas les pregunté por el resto de la familia que tienen cerca, mis primas, los hijos de estas, que siento tan sobrinos como al único que lo es por grado de consanguineidad. Me urgía saber a todos a salvo, un sentimiento que experimento aun a mil kilómetros de distancia solo ante adversidades climatológicas o problemas de salud.
Esta vez eran imágenes de varios sitios en internet las que despertaban mis alarmas: ¿revueltas populares?, ¿enfrentamientos en las calles? Pasado el primer momento de incredulidad, apareció la preocupación, sensación con la cual no quiero vivir.
La realidad es aquello que existe, independientemente de nuestra voluntad, la manera en que la percibimos e interpretamos está tamizada por las emociones, conocimientos, capacidades y experiencias personales. Lo que ha sucedido en Cuba es, para nosotros, inusual.
Varias generaciones de cubanos hemos vivido en medio de una tranquilidad ciudadana que se erige como conquista social, tan reconfortante como lo son la educación y la salud; también estamos acostumbrados a lidiar con carencias materiales, la burocracia, la mala calidad de los servicios, los elevados precios; añorantes de una solvencia económica que se geste sobre el esfuerzo propio a partir del trabajo, ya sea estatal o privado.
La COVID-19 agravó el escenario y también el recrudecimiento del bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos a Cuba. Ello unido a las deficiencias en la implementación de la Tarea Ordenamiento y otras acumuladas por décadas, nos han colocado en una profunda crisis económica que se traduce en desabastecimiento de la red comercial y más necesidades insatisfechas.
Tras 16 meses de enfrentamiento al virus el país alcanza el pico de propagación y lo hace cuando los especialistas reconocen la aparición de la fatiga pandémica, el agotamiento espiritual de dar batalla a un enemigo que nos pone en aislamiento, alejados de las rutinas diarias, de los seres queridos y cara a cara con la muerte, mostrándonos la vulnerabilidad de nuestras existencias.
El déficit de generación energética, por las razones conocidas, provocó los apagones en medio de un verano abrasador; además, para los cubanos la carencia de electricidad es como una máquina del tiempo que los retrae a los más duros momentos del periodo especial, incluso para los jóvenes que los conocen a través de las anécdotas de los mayores.
Con las tensiones a flor de piel y la incitación desde redes sociales, esta última, generada mayoritariamente por quienes están a miles de kilómetros, estallaron los ánimos y no dedicaré palabras para describir hechos que solo me provocan un inmenso dolor.
Los amigos de los cubanos son los tíos de sus hijos; los vecinos, el familiar más cercano; el conocido, un “socio” de toda la vida porque somos afables, afectuosos, propensos a establecer vínculos de intensidad filial. Acostumbrados a eso, resulta desgarrador que entre quienes crecieron juntos, compartiendo techo y vida, haya bandos y que se fertilice con odio la violencia.
Más allá de reconocerse como enemigos, por diferentes formas de pensar, es tiempo de juntarse contra un mal común: la COVID-19. Esa es la verdadera batalla a ganar en estos tiempos; unámonos, por esta Patria amada que lo primero que necesita es sanar a sus hijos.
Dejemos a un lado la vulgaridad airada, los improperios, ofensas, golpes y amenazas, que las madres son merecedoras de amor y no de guerras, en la mejor de las familias puede haber conflictos, pero la manera en qué se solucionan define la entereza de ese clan. Respetemos a esta casa grande que es Cuba.