Y allí los vi, bien temprano en la mañana, al salir de casa en busca de la noticia del día. Al parecer habían pasado la noche en esa esquina entre escombros, restos de podas de árboles y otras podredumbres. No estaban a simple vista, pues hube de mirar dos veces para darme cuenta que no eran pocos.
Y digo que habían dormido allí, ya que al acercarme, al tacto, se sentían húmedos. El rocío de la noche y la madrugada había calado en ellos, mas, no lo suficiente para dañarlos.
Ángeles y Demonios de Dan Brown, Aves de Presa de J.A. Jance y Excálibur de Sanders Anne Laubenthal, por solo mencionar algunos de los grandes que alcancé a rescatar, y eran quienes se daban cita en aquella esquina con grandes obras catalogadas como best-sellers en sus apogeos respectivos.
Sí…, para su sorpresa –y la mía–, querido amigo lector, no hablo de animales abandonados, sino de una exquisita literatura merecedora de cualquier librería de renombre o de una buena biblioteca.
Y no, tampoco eran ediciones cualquieras. Hojas blancas, tapas duras y rotuladas y portadas espectaculares resaltaban bajo el sello de las más prestigiosas casas editoriales estadounidenses.
-¡Qué horror! ¡Qué asesinato al hábito de la lectura! ¡Qué indolencia!, pensé.
-No te preocupes, en este mundo ya no hay tiempo para la lectura, y la gente por botar, bota cualquier cosa, decía alguien que, junto a mí, también escarbaba en la basura para sacar otras obras.
-Por supuesto, replicó, ese no sabía lo que botaba.
Lo curioso es que junto a estas grandes obras, había libros de texto de varias asignaturas de la enseñanza preuniversitaria en perfecto estado. Díganse Física, Biología, Matemática y otras materias de distintos años… libros a los cuales mi “compadre” les tiró rápidamente el guante.
En su muy razonable lógica, quería muchos de ellos para sus hijos, pues la base material de estudio estaba deficiente en su centro de estudios, mientras que el resto lo donaría a la biblioteca municipal como aseguraba haber hecho en otras ocasiones.
Recientemente, una amiga en un post de Facebook había denunciado un hecho similar. Y me detengo a pensar, a quién se le ocurre botar libros. Los libros se regalan, pasan de mano en mano como íntimos compañeros para curar la depresión y la soledad; al tiempo que a modo de amigos de aventuras y pasiones inseparables.
¡Cuánta herejía en un libro tirado a la basura! ¿Será que ya no se enseña en la escuela o al interior de los hogares su valía? No me gustaría siquiera pensar en que nos aventaja la desidia en este sentido, o nos gana el egoísmo y la apatía para deshacernos de algo que “nos sobra” u ocupa mucho espacio quizás, y preferir tal cruel destino antes que obsequiarlo o donarlo.
Confieso que no he sido ni seré nunca partidario de que ningún libro, por pésimo que sea, tenga que acabar desechado en la basura como si fuera una peste. Creo fervientemente, aun en estos tiempos modernos donde priman las pantallas digitales, que todo libro merece una segunda vida.
Por ello, fomentar el hábito de la lectura, de la buena lectura en las nuevas generaciones, es imperante, obligatorio.
Habrá muchos libros maravillosos que nadie se atreverá a leer; probablemente, mueran en las telarañas del tiempo o en la desmemoria. Frente a ello, creo que toda labor por promover la lectura es poca.
Y en ese sentido, el fomento de la lectura, así como la divulgación de obras literarias de otros tiempos, de otras generaciones, o la reseña del contexto en el que tales obras fueron escritas, reluciendo las vidas de los escritores o escritoras más allá de las ideologías políticas, enmarcaciones y estigmas y que, por tanto, dieron esplendor literario con semejante producción a la sociedad de su época, me parece que es un rayo de esperanza para que diversos lectores puedan rescatar esos libros de los anaqueles del olvido.
Sin bien es cierto que leer un libro implica tiempo, también lo es que ese tiempo dedicado se convierte en conocimiento futuro. Recordemos que debajo de la lectura subyace una sinergia que nos humaniza y nos eleva a dimensiones y planos extraordinarios.
Por favor, concienciémonos que los libros no tienen que acabar nunca en la basura: es la mayor crueldad que se puede hacer con ellos.
Pero ya lo diría un refrán “la basura de unos es el tesoro de otros”.