Luis Miguel Martínez Hernández tiene su cuerpo ancho y negro coronado arriba con una cabeza igual, de rostro apacible que trasluce confianza y seguridad. Sus manos amplias pueden ser de albañil o carpintero, pero se mueven en sus respuestas como el orfebre que esculpe sueños y anhelos en cada niño, adolescente o adulto de los más de 7 500 que viven en el poblado de Puerto Esperanza.
Esperanza es el nombre de aquel accidente costero con escasos muelles repletos de barcos y escaramujos y un pedazo de mar que los chicos llaman playa. A diferencia de arenas blancas, brotan de su fondo innumerables algas que cobijan el potente reservorio de vida marina, explotado durante años por pescadores sensatos y no, como también pueden ser sus pobladores, sensatos y no, en su andar por la vida, preñada de necesidades espirituales y materiales. A las primeras, son a las que Luismi, como le llaman allí, dedica todo el tiempo de su vida.
Así, cuando el sol despierta sobre la línea del horizonte marino o el verde mangle de la costa, también se levanta el negro descendiente de sus ancestros congos, diseminado por aquellas tierras verde-escarlatas, en perenne y armonioso contraste con el azul del mar. Él cree como verdad de Perogrullo que el hombre es hijo de la cultura.
Por eso nació La Camorra, un proyecto ilustrado con nombre peyorativo, donde al parecer las grescas y trifulcas, físicas y subjetivas, abrieron el camino liberador que se ensancha en una autopista más allá de los sueños y del arte, por donde maneja con mucho tino su coordinador general.
De ella salieron médicos, bailarines, artesanos, pintores, actores y actrices, en fin, una pléyade de muchachos que no provienen solo del barrio que da nombre al proyecto, sino de otros. La simiente de aquel propósito da frutos en esas manifestaciones artísticas y no deja que decaiga sobre todo porque es para la comunidad en general como ente participativo.
La cultura popular y comunitaria tiene en La Camorra un rescate que contrasta con la parsimonia de un pueblo que quizás no se reconstruye en el orden material, después de tantos años sufriendo las mismas vicisitudes que el país. Así recuerdo aquel esplendoroso restaurante frente al mismo muelle de la playa, con sus ventanales de cristal, fresco, limpio, exquisito en sus comidas costeñas. Los bancos y el jardín que bordeaban el pedazo de piélago que servía y todavía sirve de baño.
Tal vez el uno por ciento de los ingresos brutos de Viñales podría acompañar mejor a ese territorio, para convertirse con el tiempo en destino turístico fuerte para los visitantes del municipio. Nadie quizás se ha sentado a sacar las cuentas de lo que conseguiría generar en el orden financiero y anímico la exposición cultural de La Camorra a visitantes foráneos y nacionales en general, que quieran disfrutar de un arte tan sui géneris salido de las entrañas del mismo pueblo, en un esfuerzo tremendo por vindicar a las personas y convertir a la cultura en eso que muchas veces repetimos y no interiorizamos: espada y escudo de la nación.
Más imponente luciría el cine, que ya es prácticamente del proyecto cultural, pero que las mismas limitaciones no lo dejan aún encender a plenitud sus luces. La carretera que accede a ese puerto podría tener mejoras, el pequeño circuito gastronómico que se concentra frente al mar cobraría más vida y seguramente muchos de los chicos salidos del proyecto que hoy exhiben y venden sus artesanías en Viñales lo podrían hacer allí mismo. El turístico poblado necesita además descongestionarse y La Camorra con Puerto Esperanza podrían ser un buen destino.
Al conversar con algún colega me dice que estoy soñando. No lo creo, empeños mayores se han hecho realidad.
En una visita que hicimos hace un tiempo con jóvenes periodistas de la provincia Pinar del Río durante casi todo un día y compartimos con los integrantes del proyecto, pudimos ver y apreciar de primera mano cómo «vuelan» en Alas de Colibrí, cuyo prestigio trasciende incluso las fronteras del país, y en un momento, mientras caminábamos, le pregunté a Luis Miguel que si él creía que La Camorra está en el camino del socialismo próspero y sostenible a que aspiramos.
Recuerdo que una colega muy joven, pero avispada y bien apasionada de las letras, me miró con cierta incertidumbre, pensando quizás que si en medio de aquella escasez material, de poca pintura, de calles ahuecadas, de un muelle destartalado en aquel pedazo de mar y un centro gastronómico que fue antes una joya, opacada ahora por la falta de mantenimiento y quién sabe por qué más, se pudiera hablar de socialismo próspero y más aún sostenible.
Y es que acostumbrados a esa suerte de magia que envuelve todo lo material para entrarnos por la vista con vida y color, nos impide a veces reconocer que la verdadera felicidad no es material, sino espiritual. Que está en el baile repicados por tambores de aquellos adolescentes o en las muñecas de trapo que los niños de la comunidad ya saben pintar y coser.
Está en el canto a la tranquilidad y al crecimiento espiritual que alzan las familias de Puerto Esperanza cuando el barrio La Camorra ya no es un sitio insultante, si no proveedor de talentos culturales, y es que una comunidad pobre, pero educada, puede llegar a ser rica; mientras que otra igual, pero rica, sin educación, puede llegar a ser pobre.
Al final no tuve la respuesta de Luis Miguel porque aquel día una mata repleta de mangas blancas apareció sobre nosotros en el trayecto y una leve brisa hizo caer decenas que rápidamente fueron absorbidas por los periodistas del club juvenil que visitaban La Camorra.
Ahora cuando voy concluyendo esta conversación y salgo a la calle, siento el aire cálido y salitroso de mar que te anuncia su perenne presencia, cargado de vida, en un pueblo que quiere y se podrá hacer mejor a sí mismo, porque no piensa solo en los peces y el pan, sino también en la eterna utopía del mejoramiento humano.