La ciencia es la mayor empresa colectiva de la humanidad, pues nos ofrece las más variadas soluciones para los desafíos de la vida cotidiana y nos ayuda a responder con acierto ante los grandes “misterios” de esta. Creo que en ese punto estamos de acuerdo todos: digamos que es la vía más importante de acceso al conocimiento.
Ahora bien, lo anterior solo tiene pleno sentido si colocamos todo el quehacer o la actividad científica misma para tributar a las más reales necesidades sociales. De lo contrario, se neutraliza, anula y desvirtúa su papel. Parecen obvias perogrulladas, pero olvidar estos presupuestos puede llevarnos a una irreversible debacle, razón más que suficiente para explicarnos hasta desde el punto de vista más pragmático por qué el Estado cubano ha tenido la claridad imprescindible para colocar como prioridad un sistema de gestión del gobierno basado en la ciencia y la innovación.
El propio Fidel lo tuvo como certeza desde muy temprano, y ya en 1960 declaró con total convencimiento que: “El futuro de nuestro país tiene que ser necesariamente un futuro de hombres de ciencia, un futuro de hombres de pensamiento”.
Un componente esencial en esta problemática que se renueva constantemente es la participación ciudadana, con conciencia y compromiso, sin el menor vestigio de fanatismo o ceguera actuante. Únicamente así podemos construir una inequívoca cultura científica que nos conduzca, paso a paso, al desarrollo sostenible. Cuando los vericuetos de la cotidianidad nos llaman a pensar y aplicar métodos científicos, cuando se borra el desesperado afán de “tapar con curitas” cualquier inconveniente esperado o no…, entonces, solo entonces, podemos afirmar que vamos por buen camino.
Gobierno y ciudadanos tienen que entender el lenguaje de la ciencia, tienen que identificarse con sus códigos y tendencias, hasta con sus avisos y predicciones. Los desafíos actuales lo piden a gritos, porque son multidisciplinares y cubren el ciclo de vida completo de la innovación -desde la investigación al desarrollo de conocimientos y sus aplicaciones-. Nunca antes la expresión SABER HACER había aprehendido tantas connotaciones.
La ciencia no es un lujo. No hay desarrollo económico posible sin inserción de la ciencia en la economía. Y sin capacidad científica no habría tampoco capacidad de asimilar las nuevas tecnologías. Estas son verdades que devienen principios que orientan el trabajo diario en cualquier ámbito o frente. Por eso, quienes primero tienen que salir de los tradicionales esquemas mentales, quienes primero tienen que saltar de sus rutinarias zonas de confort son los cuadros. A ellos corresponde acabar de ocupar la posición que les toca para convertirse en poleas transmisoras, pero, sobre todo, desarrolladoras.
El denominado -por los expertos en estas temáticas- redespegue de la actividad científica no es lujo, sino urgencia. El daño causado por los años de periodo especial y el permanente bloqueo enemigo nos exigen proyectar y actuar sin mucha dilación. La tan repetida frase “el tiempo es oro” se resemantiza en nuestro contexto nacional con un alcance muy especial.
Incluso, tal dilema nos lleva obligatoriamente a reconsiderar el concepto y el rol del científico en una sociedad como la nuestra. No se trata, en modo alguno, de vulgarizar la imagen del hombre que se dedica a las investigaciones con admirable consagración y que permanece horas y horas en un laboratorio; pero sí, configurarla con rasgos más incluyentes y cercanos.
También habría que corregir el sentido limitado o restringido que se le ha otorgado al término ciencia: se emplea mucho para aludir solamente a las ciencias exactas, lo cual frustra desde un comienzo el importante servicio que pueden brindar las ciencias sociales; y la segunda aberración es el uso de esta palabra para hacer referencia al método de pensamiento que obtiene resultados verificables por el razonamiento lógico de los hechos observados. Tanto la primera como la segunda posición descrita son muy dañinas, porque impiden ver y aprovechar sus bondades para el beneficio de la humanidad.
El otro ángulo a analizar es el que tiene vinculación con la educación científica, comprendida como la implantación de un hábito indagador, experimental y racional de la mente. Desde la simple curiosidad ante cualquier fenómeno hasta la búsqueda y el descubrimiento de las causales de un hecho.
Por eso, la escuela como institución social debe velar por sembrar la semilla de esa inquietud por el hallazgo. Una enseñanza basada en contenidos asignaturistas que se imparten casi siempre como inmutables y acabados puede frenar ingenuamente el desarrollo de personas que en un futuro logren ser actores sociales creativos y transformadores.
El llamado Perfeccionamiento Continuo del Sistema Nacional de Educación ha trabajado con mucho tino para conseguir por etapas la liquidación gradual de cualquier vestigio que quede de la tradicional concepción bancaria de la enseñanza, y en su lugar, dar prioridad al desarrollo de habilidades y competencias intelectuales y profesionales. Ese es el caldo de cultivo propicio para la formación de una actitud científica. En la medida que este proceso vaya concretándose en las nuevas generaciones de cubanos, la ciencia podrá abrirse paso de modo natural.
No olvidemos que el conocimiento científico se actualiza a sí mismo, afinando sus perspectivas, desechando miradas obsoletas y manteniéndose en constante estado de comprobación. De esta manera se diferencia enormemente de otras doctrinas de interpretación de la realidad como la religión, en las que el saber es estanco e inmovilismo. Nada está más alejado de lo que pide Cuba en estos momentos.
Si queremos de veras que la ciencia sirva a la sociedad, debemos verla como el antídoto de la inercia, debemos sentirla como halón y empuje, debemos aplicarla con sabiduría y esmero, debemos valorarla y protegerla con celo como patrimonio de la nación.
Como conjunto de saberes organizados, se nos presentan varias ramas, cada una con sus invariantes y tipicidad. Así se identifican y agrupan las exactas, naturales, sociales, formales, lógicas; con sus perfiles y objetos bien marcados, aunque en la modernidad resulta imposible siquiera mencionarlas sin pensar y abordar sus interconexiones, o sea, aquellas zonas que van diseñando nexos y paralelismos.
Una reflexión final se impone: hay un denominador común que se traduce en la profunda convicción de que la ciencia no es un “algo más” en nuestras vidas, sino vislumbre y promesa de un mundo mejor. Y en ello queda conectado muy bien el tema de la soberanía nacional.
La ciencia es la mayor empresa colectiva de la humanidad, pues nos ofrece las más variadas soluciones para los desafíos de la vida cotidiana y nos ayuda a responder con acierto ante los grandes “misterios” de esta. Creo que en ese punto estamos de acuerdo todos: digamos que es la vía más importante de acceso al conocimiento.
Ahora bien, lo anterior solo tiene pleno sentido si colocamos todo el quehacer o la actividad científica misma para tributar a las más reales necesidades sociales. De lo contrario, se neutraliza, anula y desvirtúa su papel. Parecen obvias perogrulladas, pero olvidar estos presupuestos puede llevarnos a una irreversible debacle, razón más que suficiente para explicarnos hasta desde el punto de vista más pragmático por qué el Estado cubano ha tenido la claridad imprescindible para colocar como prioridad un sistema de gestión del gobierno basado en la ciencia y la innovación.
El propio Fidel lo tuvo como certeza desde muy temprano, y ya en 1960 declaró con total convencimiento que: “El futuro de nuestro país tiene que ser necesariamente un futuro de hombres de ciencia, un futuro de hombres de pensamiento”.
Un componente esencial en esta problemática que se renueva constantemente es la participación ciudadana, con conciencia y compromiso, sin el menor vestigio de fanatismo o ceguera actuante. Únicamente así podemos construir una inequívoca cultura científica que nos conduzca, paso a paso, al desarrollo sostenible. Cuando los vericuetos de la cotidianidad nos llaman a pensar y aplicar métodos científicos, cuando se borra el desesperado afán de “tapar con curitas” cualquier inconveniente esperado o no…, entonces, solo entonces, podemos afirmar que vamos por buen camino.
Gobierno y ciudadanos tienen que entender el lenguaje de la ciencia, tienen que identificarse con sus códigos y tendencias, hasta con sus avisos y predicciones. Los desafíos actuales lo piden a gritos, porque son multidisciplinares y cubren el ciclo de vida completo de la innovación -desde la investigación al desarrollo de conocimientos y sus aplicaciones-. Nunca antes la expresión SABER HACER había aprehendido tantas connotaciones.
La ciencia no es un lujo. No hay desarrollo económico posible sin inserción de la ciencia en la economía. Y sin capacidad científica no habría tampoco capacidad de asimilar las nuevas tecnologías. Estas son verdades que devienen principios que orientan el trabajo diario en cualquier ámbito o frente. Por eso, quienes primero tienen que salir de los tradicionales esquemas mentales, quienes primero tienen que saltar de sus rutinarias zonas de confort son los cuadros. A ellos corresponde acabar de ocupar la posición que les toca para convertirse en poleas transmisoras, pero, sobre todo, desarrolladoras.
El denominado -por los expertos en estas temáticas- redespegue de la actividad científica no es lujo, sino urgencia. El daño causado por los años de periodo especial y el permanente bloqueo enemigo nos exigen proyectar y actuar sin mucha dilación. La tan repetida frase “el tiempo es oro” se resemantiza en nuestro contexto nacional con un alcance muy especial.
Incluso, tal dilema nos lleva obligatoriamente a reconsiderar el concepto y el rol del científico en una sociedad como la nuestra. No se trata, en modo alguno, de vulgarizar la imagen del hombre que se dedica a las investigaciones con admirable consagración y que permanece horas y horas en un laboratorio; pero sí, configurarla con rasgos más incluyentes y cercanos.
También habría que corregir el sentido limitado o restringido que se le ha otorgado al término ciencia: se emplea mucho para aludir solamente a las ciencias exactas, lo cual frustra desde un comienzo el importante servicio que pueden brindar las ciencias sociales; y la segunda aberración es el uso de esta palabra para hacer referencia al método de pensamiento que obtiene resultados verificables por el razonamiento lógico de los hechos observados. Tanto la primera como la segunda posición descrita son muy dañinas, porque impiden ver y aprovechar sus bondades para el beneficio de la humanidad.
El otro ángulo a analizar es el que tiene vinculación con la educación científica, comprendida como la implantación de un hábito indagador, experimental y racional de la mente. Desde la simple curiosidad ante cualquier fenómeno hasta la búsqueda y el descubrimiento de las causales de un hecho.
Por eso, la escuela como institución social debe velar por sembrar la semilla de esa inquietud por el hallazgo. Una enseñanza basada en contenidos asignaturistas que se imparten casi siempre como inmutables y acabados puede frenar ingenuamente el desarrollo de personas que en un futuro logren ser actores sociales creativos y transformadores.
El llamado Perfeccionamiento Continuo del Sistema Nacional de Educación ha trabajado con mucho tino para conseguir por etapas la liquidación gradual de cualquier vestigio que quede de la tradicional concepción bancaria de la enseñanza, y en su lugar, dar prioridad al desarrollo de habilidades y competencias intelectuales y profesionales. Ese es el caldo de cultivo propicio para la formación de una actitud científica. En la medida que este proceso vaya concretándose en las nuevas generaciones de cubanos, la ciencia podrá abrirse paso de modo natural.
No olvidemos que el conocimiento científico se actualiza a sí mismo, afinando sus perspectivas, desechando miradas obsoletas y manteniéndose en constante estado de comprobación. De esta manera se diferencia enormemente de otras doctrinas de interpretación de la realidad como la religión, en las que el saber es estanco e inmovilismo. Nada está más alejado de lo que pide Cuba en estos momentos.
Si queremos de veras que la ciencia sirva a la sociedad, debemos verla como el antídoto de la inercia, debemos sentirla como halón y empuje, debemos aplicarla con sabiduría y esmero, debemos valorarla y protegerla con celo como patrimonio de la nación.
Como conjunto de saberes organizados, se nos presentan varias ramas, cada una con sus invariantes y tipicidad. Así se identifican y agrupan las exactas, naturales, sociales, formales, lógicas; con sus perfiles y objetos bien marcados, aunque en la modernidad resulta imposible siquiera mencionarlas sin pensar y abordar sus interconexiones, o sea, aquellas zonas que van diseñando nexos y paralelismos.
Una reflexión final se impone: hay un denominador común que se traduce en la profunda convicción de que la ciencia no es un “algo más” en nuestras vidas, sino vislumbre y promesa de un mundo mejor. Y en ello queda conectado muy bien el tema de la soberanía nacional.