La COVID-19 es noticia, por lo menos para los habitantes del planeta que tenemos acceso a la información, seguramente habrá muchos para quienes este virus, el hambre o los peligros derivados de su subsistencia, no marcan diferencia entre otras tantas alarmas diarias para conservar la vida.
Encierros, trajes especiales, mascarillas, nasobucos, desabastecimientos, estadísticas diarias, mantienen a millones en vilo; en algunos lares el golpe se siente con fuerza y se lloran seres queridos. Hay sitio para la desesperación, el desánimo y los peores vaticinios ¡Ay, nosotros los humanos! Tan predecibles y a la vez incomprensibles.
Sin pretender minimizar los riesgos de la COVID-19, y con absoluto respeto a las víctimas, a los enfermos y a los familiares de fallecidos y pacientes, pero los enfermos no llegan al medio millón, y sin embargo, más de 820000000 padecen hambre, según informe presentado por la ONU en julio del 2019.
Diariamente mueren por desnutrición 8500 niños, en dos jornadas, ellos superan el número de víctimas de la epidemia que nos azota. Solo que ahora no hay distingo entre razas, sexo o clases sociales y la amenaza está tocando a la puerta.
La especie que tiembla ante un virus, ya lo ha hecho frente a otros; es la misma que tala bosques, contamina aguas, la atmósfera y utiliza irracionalmente los recursos de la casa grande que llamamos Tierra.
Somos los mismos que cada noche vamos a la cama con la certeza de que murieron personas a causa del hambre, de enfermedades prevenibles, conscientes de que cohabitamos con la discriminación, la trata de personas y la explotación infantil, por solo citar algunos de los desmanes y penurias que son cotidianos.
La pandemia está ahí, pero es menos agresiva que la indolencia con que se han repartido las riquezas del mundo y su letalidad muy inferior que el nacer en determinadas áreas geográficas con una vagina, porque ser mujer acorta la expectativa de vida e incrementa las probabilidades de ser víctima de violencia, pobreza u otros flagelos.
El hambre está asociada a muchos factores, pero las guerras son las que más tributan a ella, incluso superan la incidencia del cambio climático, es tiempo de preguntarnos si realmente somos la especie más inteligente que habita el planeta.
Quizás este momento en que hemos visto la fragilidad de las corazas materiales y la inutilidad de la tenencia de capitales, sirva para sensibilizarnos con el miedo de otros; esos que viven temerosos del día siguiente por la incertidumbre de la sobrevivencia.
Que entendamos el dolor de las madres que no llegan a disfrutar de la adultez de sus hijos, porque nacen marcados para morir antes de cumplir los cinco años; que padezcamos por aquellos para los que la vejez es inalcanzable; por quienes consumen pequeñas cantidades de agua y contaminadas; que sintamos como el desmoronamiento de la casa propia la destrucción de cada ecosistema; que dejemos de diferenciarnos y catalogarnos, para definirnos solo como seres humanos.
Ojalá y no vuelva a atacarnos la desmemoria, porque somos los mismos que hoy nos juntamos clamando por cura, pero tenemos heridas abiertas y los muertos de África o América Latina, merecen tanto respeto como los de Europa, necesitamos ser capaces de unirnos sin trajes especiales ni nasobucos para sanar, sin perder el ímpetu de la amenaza latente que nos hace vulnerables y esperemos que también mejores.
La Covid-19, es una certeza y hay que enfrentar los riesgos que entraña, no por gusto ha sido declarada como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS), aprovechemos que la palabra prevención se ha puesto de moda y pongámonos a salvo de otros males prevenibles; salvemos a los 31000000 de niños que al ritmo que vamos fenecerán en los próximos 10 años.