Ana y Gabriela están sentadas en el portal, las dos juegan con el tablet de una de ellas. Sin embargo, hay un momento en el que ambas lo quieren a la vez, entonces, en una de las niñas atisbamos claramente una mirada extraña, que delata un sentimiento más bien propio de la mezquindad de algunos adultos: la envidia.
Ellas cursan la enseñanza Primaria; no obstante, ya esa pequeña es capaz de sentir ese “bichito” que provoca dolor o desdicha porque otro posee lo que uno no puede.
Creo que si queremos que nuestros hijos sean hombres y mujeres felices, si hay un estado mental que debemos evitar de sus vidas desde los primeros años, es ese enojo porque otros tengan éxitos o posean cosas que ellos no alcanzan.
Aunque, por alguna parte leí que la envidia no es precisamente el deseo de poseer lo de otro, sino las ansias de que esa persona no lo tenga, peor que peor.
A estas alturas, algunos pensarán que el tema no trasciende, pero desde el punto de vista social, existe un fenómeno en la actualidad en el que no son pocos los que de forma malsana quieren de todas formas adquirir a toda costa lo que tienen otros, sin que medie esfuerzo ni sacrificio.
Este negro sentimiento, bien que se puede un poco evitar desde la niñez. Conozco a padres que desde la etapa escolar exigieron a sus hijos notas relevantes y excelentes en cada una de las asignaturas, y que medían a punta de lápiz los promedios de sus vástagos con los de sus compañeros. Comparar y denigrar conllevan a que los muchachos vayan incorporando ese sentimiento insano o enfermizo de querer siempre lo que tiene el amigo.
Lo más triste es que esas personas, que pueden bien ser niños, adolescentes, jóvenes o adultos, nunca llegan a ser felices, porque esta cualidad se alcanza cuando aprendemos a valorar lo que tenemos, y mejor si nos acompaña la bondad y la humildad, esta última que nada tiene que ver con el concepto de pobreza.
Cuando la envidia se enraíza en el alma, luego vienen manifestaciones como los malos consejos, los falsos elogios, el minimizar los logros de otros, el alarde de los éxitos propios, la crítica todo el tiempo, entre otras, que hacen que la persona lastre poco a poco, o al menos lo intente, a la víctima de su afán.
Lo cierto es que a un envidioso pocas veces lo veremos con respeto hacia sus semejantes, al menos un respeto real. Entonces estamos en presencia de un antisocial, incapaz de trabajar en equipo, de compartir experiencias, conocimientos y mucho menos de aportar de manera desinteresada y solidaria.
Carece también de empatía. No podemos esperar que alguien con esos sentimientos logre ponerse en los zapatos de los demás, menos aún que sienta compasión y amor genuino.
Hasta el momento, todo parece circunscribirse al pequeño espacio en el que se desenvuelve ese envidioso; sin embargo, ese insignificante defecto puede desencadenar hasta expresiones de violencia en sus diferentes manifestaciones.
Por eso es tan necesario tener perspectiva a la hora de educar a los hijos, no saciarlos de lo que quieran, ponerle coto a sus caprichos y, sobre todo, que vivan con el ejemplo de padres que disfruten del sentimiento de la amistad y que valoren el esfuerzo de los demás.
Un niño, joven o adulto que se adapte a tener a cualquier precio lo que quiera, puede ser capaz de cualquier acción para conseguir sus propósitos, desde mentir hasta robar, e incluso, matar.
Por lo tanto, les debemos a nuestros hijos un respeto que haga que ellos sean capaces de valorarse a sí mismos de forma correcta, que aprendan a autocriticarse de ser necesario; a que no se comparen con nadie y a que traten de transitar por la vida sin miedos ni inseguridades innecesarias. Solo así tendremos individuos capaces de ser felices y útiles para la sociedad.