Hace 200 años el 28 de abril de 1823, John Quincy Adams, secretario de Estado de EE.UU, proclamó lo que se nombraría la política de “la fruta madura” sobre Cuba.
Según sus palabras: “(…) hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, y hacia ella exclusivamente, mientras que a la Unión misma, en virtud de la propia ley, le será imposible dejar de admitirla en su seno”.
Aunque no sería el primero en anunciar esos designios anexionistas de Estados Unidos, pues desde su emancipación en 1776 del imperio británico tenía predestinada a las Antillas principalmente Cuba y Puerto Rico, como las primeras víctimas de los iniciales planes expansionistas de la nueva nación.
Era un deseo manifestado desde mucho antes de emprender su etapa imperialista a finales del siglo XIX.
James Madison, padre fundador y cuarto presidente estadounidense proclamó en 1810: “(…) la posición de Cuba da a los Estados Unidos un profundo interés en el destino… de esa Isla que… no podrían estar satisfechos con su caída bajo cualquier gobierno europeo, el cual podría hacer de esa posesión un apoyo contra el comercio y la seguridad de los Estados Unidos”.
Transcurridos 13 años, John Quincy Adams en su teoría de ”la fruta madura” incorporó al postulado de Madison una estrategia para los futuros 50 años, en nombre del tan llevado y traído concepto de seguridad nacional con que actualmente se justifican las intervenciones, agresiones, bloqueos y sanciones estadounidenses a otros países.
Adams precisó en ese sentido: “Estas islas [Cuba y Puerto Rico], por su posición local son apéndices naturales del continente (norte) americano, y una de ellas [la isla de Cuba], casi a la vista de nuestras costas, ha venido a ser, por una multitud de razones, de trascendental importancia para los intereses políticos y comerciales de nuestra Unión”.
El contexto histórico de la década de 1820 no podía ser más oportuno para esos planes de Washington, cuando el poder colonial de España entraba en un inevitable ocaso por los procesos independentistas en América del Sur, ante los cuales Madrid saldría todavía conservando a las mencionadas islas en el Caribe, oportunidad utilizada por el país norteño para proclamar ante el carcomido imperio sus proyectos expansionistas regionales sobre la mayor de las Antillas, la cual consideraba la joya de la corona española.
De esa forma, en diciembre de 1823 la política de la fruta madura se extendería también en su mayor contexto regional, al proclamar el presidente James Monroe la doctrina que lleva su apellido, cuyo corolario América para los Americanos, es decir para los estadounidenses, advertía contra las ansias coloniales y de influencia también sobre toda la región americana, que se preservaba como patio trasero o área de dominio y de control de Estados Unidos.
En pleno siglo XXI y cuando esa vetusta práctica parecía superada para la clase política de la Unión, en septiembre de 2018, en la Organización de Naciones Unidas, el entonces presidente Donald Trump declaró: “Ha sido la política formal de nuestro país desde el presidente Monroe que rechacemos la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio y en nuestros propios asuntos.”
Al respecto, el historiador cubano Elier Ramírez en su trabajo la Doctrina Monroe señala que “su importancia estratégica en la actualidad se incrementa en la medida que otros actores internacionales desafían esa hegemonía y empujan hacia la existencia de un mundo multipolar. Resulta a la vez interesante e ilustrador para el análisis en el presente, que en el trasfondo toda esta historia que condujo a la proclamación de la Doctrina Monroe, estuvieran los intereses yanquis en la mayor de las Antillas“.
En esa siniestra trama de definiciones y contradicciones de áreas de influencias, entre la gran nación del norte y las potencias europeas, fue Cuba campo de ensayos de planes anexionistas e imperialistas de EE.UU. en esos dos siglos que tuvieron su punto culminante con la intervención del ejército estadounidense en la Isla durante la guerra hispano cubana norteamericana en 1898, cuando la victoria de los mambises era cuestión de tiempo.
Como es conocido, el fin de la contienda conllevó al establecimiento de una república neocolonial en 1902, que renovó el anexionismo del siglo XIX atemperándolo a los nuevos tiempos.
Pero las nuevas generaciones de patriotas que debieron continuar la lucha en esas difíciles condiciones no olvidaron el legado antiimperialista de José Martí, para contrarrestar y hacer fracasar las maniobras anexionistas.
Así el Apóstol, horas antes de morir el 19 de mayo de 1895, al inicio de la Guerra Necesaria preparada por él escribió: “(…) ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América“.
La victoria de la Revolución Cubana el Primero de Enero de 1959 constituyó la derrota definitiva del anexionismo en su nueva forma y fue posible por la continuidad y relevo de la lucha del pueblo cubano por alcanzar sus metas históricas.