El cantautor cubano Kelvis Ochoa tiene un estribillo que, además de encantarme por su sonoridad cubana y popular, envalentonaron el surgimiento de estas líneas. “Ay le zumba el mango, que una gota de agua a mí me vuelva fango”. Las primeras veces la escuchaba en clave de celebración y alegría, pero últimamente la muletilla me conduce por un dilema existencial relativo a las fortalezas que tenemos para resistir la adversidad y, al tiempo, la fragilidad con la que nos deshacemos frente a lo que al sentido común, fuera de Cuba, no le produciría ningún asombro.
A modo de símil, y por hacerme entender, esto es aguantar mucho sol y temperaturas por encima de 32 grados, pero congelarnos de frío cuando sopla la ventisca más inofensiva. Casi un año de COVID-19 me lo ha reafirmado con pruebas nítidas.
Confinamiento, ruptura con las rutinas, reajuste de las dinámicas, gestión de la base material en medio del desabastecimiento, limitaciones, miedo a la pandemia, incremento de casos, aumento del riesgo al tener cerca a confirmados conocidos, ansiedades por las metas que se quedaron por cumplir y niños aburridos en la casa, por citar algunos, han sido desafíos superados a base de estrategias familiares, acopio de paciencia y creación de alternativas para el alivio del estrés, en cambio otras, más pequeñas en contenido e intensidad, nos han puesto al límite de lo soportable, al punto de rebasar los umbrales de tolerancia a la frustración, el temor, la ansiedad o cualquier otro estado propio de la contingencia.
Enumerarlas es un desatino, porque la singularidad de cada ser humano lo cargan con sus propias experiencias que condicionan emociones y actuaciones concretas, a pesar de que la exposición a la misma coyuntura nos permita arriesgarnos a algunas generalizaciones que se expresan en el comportamiento de la sociedad y no en las particularidades de sus partes, dando paso a una certeza compartida que se aproxima a la verdad: la presencia del coronavirus en el país ha marcado nuevas pautas en las maneras de pensar, sentir, actuar y relacionarnos socialmente.
Vivimos un torbellino que podremos ver en retrospectiva cuando se haya desterrado. Quienes fuimos educados por la Revolución aprendimos que en nuestras manos está la construcción de proyectos, pero la situación epidemiológica, unida a otras calamidades económicas que arrastramos, nos ponen hoy en la espera y la esperanza.
Febrero ha sido el peor mes de la pandemia en Cuba, superando en 2.8 veces los casos acumulados en todo 2020. La vacuna está en camino y a la misma distancia que el virus de nuestra puerta, pero mientras, la única medida de control está en la conciencia y voluntad humana, escurrida gota a gota en el ajetreo cotidiano que asentó a las compras y las redes sociales en el lugar donde estuvo siempre la racionalidad y la alegría.
Al Sars-Cov-2 lo tenemos al doblar de la esquina. Conocemos sus formas de propagación, morbilidad y letalidad, el colapso sanitario en que hunde a los países, sus secuelas. Aun así, cada día salimos a buscarlo en nombre del pollo, pan, banco, reunión de trabajo o helado. Estar confinados colmó la paciencia de muchos atinados en el peor momento y ahora pasan a engrosar las listas de los que jamás tuvieron percepción de riesgo, o sea, compromisos con la vida propia y ajena.
Cayó la última gota y perdieron su efecto los mecanismos compensatorios que venían funcionándonos. Los conozco que están esperando al virus de brazos abiertos con la convicción de que todos vamos a enfermarnos; una amiga me ha contado del embullo de los jóvenes de su barrio porque se iban todos bajo sospecha a un centro de aislamiento y también sé de recalcitrantes que muestran rechazo a un conocido que haya estado positivo. ¿A dónde fue a parar la razón que nos ha protegido siempre?
La situación actual no es para globos y piñatas. Los cubanos sabemos de problemas, ausencias, crisis y resistencias. Jamás una victoria nos ha llegado por la fuerza de la gravedad, sino por la de la lucha y las ideas. Tenemos penas y glorias en este vuelo colectivo de más de 60 años.
Como pueblo nos sentimos parte de una familia que va de Maisí a San Antonio. Nos llamamos “nosotros” cuando hablamos de los que se quedaron, de los que han vivido aquí, de los que pueden contar la historia, un sentimiento de unidad y pluralidad que, por si fuera poco, hace esguince en la hora que más necesitamos acompañarnos, retomar el paso, superarlo.
Le zumba el mango cuando malas intenciones, en estos momentos, encuentran coros que desafinan con chillidos de ofensas y amenazas por la falta de argumentos. Pensar y sentir la Patria, que equivale a ser patriota, es leer su dolor y hacer algo por mitigarlo, no compararla, profanar su historia, humillar a sus hijos o intentar sustituir la utopía en el horizonte por luces fundidas de la sociedad de consumo.
Tempestades de amenazas y hostigamiento nos han convertido en acero, pero al fango vamos si la vida cotidiana no se resignifica, cada quien, a su oficio, con creatividad, información objetiva, diálogo buscando la comunidad en la diferencia, opiniones comprometidas, producción sin tregua ni ambiciones, servicios sin egoísmos. Será la belleza, y no el pan, la gota de agua que nos ilumine o mate.