A diferencia de otros no escondía su amor, tampoco intentaba retenerla para sí solo, de modo que ponderaba sus encantos para que llegasen nuevos amantes a prodigarle cuidados; incluso se empeñaba en embellecerla, para que su poder de conquista creciese.
Con inusual generosidad la ofrecía, y ante cada ser que ella seducía sentía que era más suya, no le importaba compartirla, sino que sus dones fueran reconocidos.
Por años fue atesorando sus secretos, para hacerlos públicos, no por malicia, sino para develarla íntegra, transparente, accesible y recuperable, con el esplendor y la grandeza que la hicieron legendaria.
Su verbo siempre encendido para abordar cualquier tema, desbordaba pasión al mencionarla, contagiando la intensidad del sentimiento a los oyentes y cautivando con la magnificencia de una oratoria sustentada sobre el conocimiento profundo, donde generalidades y detalles se entretejían con precisión.
En dependencia de las circunstancias, era el amante devoto, el padre protector, defensor a ultranza, sostenedor de sus esperanzas, restaurador de la memoria y mucho más. Fue tanto su desvelo, que terminaron siendo vistos como un solo ser con pertenencia absoluta del uno al otro, sin embargo, él no quería poseerla, sino ofrendarla. Sabía con certeza que era egoísmo intentar retenerla y quiso ser otro servidor de su reino.
Eusebio Leal Spengler, no solo fue un enamorado de La Habana y Cuba, sino que acrecentó la gloria de ambas, consciente de que la trascendencia de ellas le sobreviviría; conocedor de la brevedad de su existencia, ante lo perdurable de la ciudad y la isla, se empeñó en dejar semillas de su amor regadas por todo el mundo.
No habrá un mejor tributo, que mantener viva la pasión por su Habana, más nuestra porque deseó que así fuera. Vaya como ente de luz a habitar castillos en otras dimensiones, descanse en paz, que figura entre los hombres cuyo legado marca el buen camino.