Vivimos en una agitación constante. Muchas veces queremos abarcar tanto al mismo tiempo que inevitablemente algo nos sale mal. La dinámica a la que estamos sujetos nos obliga a actuar con ciertos descuidos que luego nos pesan en la economía y más allá.
¿Qué probabilidades existen en que extravíes tu celular y vuelva intacto a tus manos, o que pierdas tu billetera y alguien la devuelva con dinero incluido? Pocas, sería la respuesta de la mayoría; sin embargo, algunas veces te sorprenden destellos de honradez que te hacen pensar que no todo está perdido.
Hace poco, en uno de esos descuidos olvidé mi teléfono celular en un lugar muy céntrico de la ciudad, por donde pasan diariamente cientos de personas a adquirir productos. Habían transcurrido cerca de 30 minutos desde que noté, o simplemente deduje, que allí lo había dejado.
Casi sin esperanza, y con signos de peso revoloteando negativamente en mi cabeza, recorrí el mismo trayecto que me había llevado a tal situación. Al llegar al lugar, una cara cómplice sonrió y sin decir palabra alguna hizo un gesto de afirmación.
Un milagro -pensé- no es posible que alguien sin conocerme haya puesto a buen resguardo un artefacto tan demandado como ese.
“Es el segundo que dejan aquí hoy -me dijo la afable señora-, aquí lo guardé esperando por si volvías. Tuviste suerte de que alguien lo vio en el mostrador y me lo dio a guardar”.
No solo sentí alivio al recuperar lo que es también mi principal herramienta de trabajo, ni por el hecho de que el hueco en el bolsillo de mi economía llevaría tiempo en remendarse, sino que comprobé que en medio de tantas carencias y dificultades económicas existen valores que permanecen a pesar de todo.
Pensé después en la paz interior que debe sentir la señora cada noche cuando pone la cabeza en la almohada y en el respeto que se construye ella misma a los ojos de la sociedad, y en la confianza que destila cuando atiende a cada cliente en su puesto venta.
Soy de las que siente orgullo de ser pinareña y de que seamos reconocidos como personas hospitalarias y hasta “bobos”, como dicen por ahí, porque creo que pecamos de tanta bondad. No obstante, en los últimos tiempos he visto cómo se resquebraja esa solidaridad en tanta gente, más que todo por lo que traen los tiempos de crisis.
Por eso es que en medio de esta especie de jungla en la que muchas veces nos sacamos los ojos sin piedad, es reconfortante experimentar episodios como este que solamente quedan en el susto y el agradecimiento a quienes no pierden los principios.
Son esas situaciones muestras de empatía y solidaridad que a veces, no sé por qué motivos, se hacen esquivas porque pensamos que no son problemas nuestros o qué es mucho mejor usarlos en beneficio propio a costa de cualquier resquicio de decencia e integridad.
El papel de la familia es fundamental en sembrar desde temprano que lo ajeno se respeta, que somos seres sociales y que para convivir en armonía necesitamos extender la mano para levantar al otro, no hacerlo caer.
Pero en ello tiene gran peso la escuela, que lejos de limitarse a enseñar Matemática, Español e Historia, le dé el protagonismo que lleva a la Educación Cívica, no solo para completar un programa de clases con trabajos prácticos y exposiciones vacías, sino para que se interiorice y se ponga en práctica desde edades tempranas.
“La honradez debía ser como el aire y como el sol, tan natural que no se tuviera que hablar de ella”, decía Martí. Y en efecto, la honradez solo sale de su estado de transparencia cuando se pierde, cuando se cruzan los límites morales y nos afecta o nos toca de cerca.
Son tiempos en que necesitamos dejar a un lado ese pensamiento de “sálvese quien pueda” y emplear más a menudo el “déjame ayudarte”. Son momentos en que estos eventos no se conviertan en hechos aislados, sino que sean regla y no excepción.