Un ruido de motores rasgó el mutismo. Lento, sabiendo el peso de la historia que cargaban, iniciaron los autos del cortejo fúnebre la marcha desde el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias con rumbo a Santiago, en el Oriente, hacia donde nace el Sol. Era exactamente las 7:16 del último día de aquel noviembre, un amanecer que olía a humo de velas, sollozos, fotos empolvadas, recuerdos queridos, tristezas…
La Habana, con silencio respetuoso, despidió las cenizas del Comandante Fidel, quien cinco días antes, la noche del 25, había dejado de ser hombre para volverse bandera eterna de sus luchas. Aquella mañana de adioses las calles más céntricas del Vedado lo esperaban desbordadas de gente. En M y 23, frente a la antigua funeraria Caballero, entre la multitud, estaba Marilú Rego Hernández. Ella lo conoció a sus 18 años, cuando en 1959, junto a familiares y amigos de su barrio en Catalina de Güines, en la antigua Habana, hizo una colecta y compró una cadena de oro, su medalla con la efigie de Santa Catalina ―patrona del poblado― y unos yugos con las iniciales entrelazadas de Fidel para regalárselo cuando pasara triunfante.
Entonces lo esperó frente al cuartel de Catalina y al ver el primer auto, donde venía el líder, la muchacha se puso en medio de la calle y el carro frenó. Fidel desde allí conversó un momento con ella y le dio un papel que, el 15 de enero, le abriría a Marilú las puertas del antiguo hotel Havana Hilton, donde, mirando aquellos ojos guerrilleros que no olvidaría jamás, le entregó al Comandante el regalo.
También desafiando los pesares de la vejez salió aquel 30 de noviembre a la avenida principal de San José de las Lajas, capital de Mayabeque, Erundina Fernández. A sus ochentainueve mayos no durmió la noche anterior por la tristeza. Así trasnochada fui junto a mi cuñada Ramona, de ochentaiséis años, hasta la orilla de la Carretera Central. Dije: “eso no me lo puedo perder yo”; y salimos las dos de madrugada.
“No tengo las piernas muy buenas, pero caminé con el bastón. Me senté por ratos, y así esperé a Fidel. Lo vi delante de mí y no pude decir nada, sentí tanta emoción y pena. Fue como si mi familia hubiera muerto. Ahora, cada vez que lo veo en la televisión, lloro y me parece mentira que se haya ido”, contaría después la anciana.
Otro de esos agradecidos era Luis Monteagudo, un madruguero que nació un año después que Fidel y desde 1978 le celebraba el cumpleaños. En las paredes de la sala de su casa tenía noventa imágenes del líder tomadas de periódicos, revistas, o fotos recibidas como obsequio valioso. Apenas unos días antes del paso del cortejo estuvo enfermo de gravedad, por eso lo esperó cerca de la casa de su hija en Catalina y no allá, en su tierra, la que en 1959 lo vio recibirlo.
“Aquel día vi a muchos llorar y abrazarse conmigo. Fue muy grande. Mira, al amanecer mi hija me escondió la ropa para que no saliera. Pero me le escapé así, en pijama y con una bandera cubana en la mano”, contaba. Caminando despacito y con dificultad, llegó Luis hasta el borde de la carretera y, una vez más, vio pasar y honró a su Comandante.
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Y las muestras de cariño, por aquellos días no solo salieron de los cubanos, sino también de muchos hijos de otras tierras del mundo tocados de una forma u otra por la obra inmensa de Fidel. En una de las carreteras de Matanzas estuvieron la ucraniana Lilia Lenina y su hija. En octubre de 1988 habían llegado a Cuba, la pequeña Cristina necesitaba ayuda, pues era uno de los miles de niños afectados por el accidente nuclear de Chernóbil. Luego de tres años de cuidados en la Isla, conocieron a Fidel en una sala del hospital Frank País.
“Apareció de pronto. Sabían que podía llegar a cualquier hora. Lo vi tan grande, tan fuerte. Las enfermeras lo veían y lloraban de emoción. Se interesó por todo, cómo me sentía, cómo era la atención, y me trasmitió seguridad, tranquilidad y esperanza”, contaba Lilia.
A Cristina, afectada de ambas caderas por malformaciones congénitas debido a la radioactividad, y enyesada desde los hombros hasta las piernas, la levantaron para que saludara al hombre que le parecía un gigante verde. Subió hasta él, le dio un beso y le tocó la barba. “¡Qué barba!”, le dijo, y él sonrió.
En 1993, después de más de diez operaciones, la niña aprendió a sostenerse. “Todo es gracias a Fidel. Él es padre. Empezó el proyecto de Chernóbil cuando Cuba estaba en pleno período especial, y él buscó recursos para atender a los niños. Eso no se olvida nunca”, decía Lilia.
Y mientras el cofre de cedro que atesora las cenizas del líder recorre Matanzas, Nemesia, la niña que en los días grises de la invasión de abril de 1961 —según narran los versos de Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí—, viera caer muerta a su madre, sangrar a sus hermanitos y un huracán de disparos agujereando los lirios de sus zapaticos blancos, desde su casa en la Ciénaga de Zapata, muy lejos de por dónde pasara el cortejo, como mismo hace con su madre, le encendió una vela ante una de sus fotos.
“Porque Fidel fue muy grande para mí. Después de que lo perdí, aunque nos deja su legado y su historia, es que me di cuenta de cuánto lo necesito vivo. Tal vez un poco lejos, pero yo lo tenía ahí; y cuando entendí que de verdad se había ido, sentí que me habían lanzado al vacío”. Y en el batey de Soplillar, donde el Comandante en Jefe cenó la primera Nochebuena de la Revolución, el 24 de diciembre de 1959, los hijos del pantano prendieron más velas por él.
Con ese mismo sentimiento de lealtades y afectos, lo miró pasar la ciudad de Cienfuegos aquel día y allí, vestido con su uniforme militar, como a la espera de una orden, estaba el general de brigada de las FAR Marcelo Verdecia, el muchacho que en 1959 entró en el mismo yipi Wily que Fidel y dos años antes había subido a la Sierra para convertirse en parte de quienes protegían la vida del Jefe barbudo.
“Siempre estuve con él en la comandancia de La Plata. Yo le cargaba su fusil de mira telescópica. Él era muy intranquilo, impaciente. Algunas veces salimos a caminar los dos solos donde no había peligro, y él caminaba muy rápido, hacía muy breves pausas y continuaba. Siempre estaba con un palito en la boca, era muy activo y ágil, hacía una pregunta y ya estaba pensando en otra.
“Por eso verlo así me ha afectado mucho. Para mí, huérfano de madre a los cinco años y con muy pocos estudios, mi más grande educador fue él. Cuando llegamos a la capital me puso una maestra de la universidad para que me enseñara a leer y escribir. Para mí está vivo”.
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Al anochecer del primero de diciembre, ya en Camagüey, luego de haber recibido durante todo el día el abrazo de cientos de miles de hijos del pueblo villaclareño, espirituano y avileño, a unos kilómetros del caserío La Vallita, comenzó el aguacero con el que habían amenazado las nubes desde el amanecer. Igual que Fidel, quien tantas veces nos habló bajo la lluvia, allí había personas a las que no les importó el frío, ni la llovizna, ni la noche. “¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!”, le gritaban quienes bajo el agua lo esperaron.
La cámara desde el camión, donde viajaba también mojado el equipo de prensa, grabó un camino oscuro en el que lo único que se distinguían eran las luces de los autos. Para iluminar la urna, el carro que iba detrás desplegó la luz larga; pero ni aun así las personas veían con precisión dónde realmente estaba Fidel. “Yo escuchaba que decían: “¡Va ahí! ¡Va ahí!”. Lo mismo indicaban el camión de la prensa que otros vehículos”, rememora el teniente coronel José Luis Peraza, jefe de la pequeña unidad de ceremonia que en ese viaje acompañó al Comandante.
Entre La Vallita y la entrada a Camagüey, había niños con su uniforme escolar mojado gritando a viva voz ¡Yo soy Fidel! mientras veían solo las luces de los vehículos. Ante esa situación, Peraza le dijo a sus ayudantes: “Ya no podemos esperar más. La gente tiene que ver esto”. Primero los cuatro saludaron sentados, pero seguían sin distinguirlo en las proximidades de la ciudad. Entonces los militares se pusieron de pie y ya todos pudieron diferenciar al yipi que conducía el armón de los demás autos.
Al otro día, 2 de diciembre, sobre el mediodía arribó la caravana inversa a Las Tunas, y se adentraba así en las tierras del este cubano. La histórica Radio Rebelde transmitía: “El Comandante está llegando de nuevo a Holguín como aquel día que bajo la lluvia nos habló a los orientales que nos reunimos para condenar el bloqueo en esta plaza…, como aquel día que inauguró el hospital Lenin…
“Ahí viene Fidel. Y por él aquí están los agradecidos que encontraron trabajo en la Fábrica de Combinadas Cañeras que inauguró, y los del Combinado Héroes del 26 de Julio que también inauguró, los que se graduaron hace cuarenta años en la Vocacional José Martí, los que trabajan en Moa, los deportistas con los que él se reunió.
“Eso fue lo que dije, no me salía otra cosa”, contaría luego el periodista Aroldo García, a quien, por aquellos días de inicios de siglo en que tuvo ingresada a su pequeña hija a causa del cáncer, Fidel llamó por teléfono. “Te estoy llamando para decirte que tenemos todo lo que hace falta para salvar a tu hijita, y si no lo tuviéramos, lo íbamos a buscar; pero tu hijita se va a salvar”.
Y esa historia la supo Lauren, quien está bien de salud, el día después de la muerte de Fidel, cuando su padre la sentó en sus piernas y le contó todo lo que hizo por ellos el hombre que recorre Cuba dentro de una cajita.
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Como aquel enero del 59, Fidel amaneció el tres de diciembre en Bayamo. La noche anterior transcurrió con una guardia de honor permanente hasta el alba. Uno de los más de cien jóvenes que la hicieron durante alrededor de quince minutos a la entrada del Museo Ñico López, antiguo cuartel Carlos Manuel de Céspedes, fue Alejandro Hidalgo Yero, un bayamés de veintiséis años, en esos momentos presidente de la FEU de la Universidad de Ciencias Médicas en Manzanillo, Granma.
“Éramos cuatro muchachos con una bandera cubana cada uno, custodiando su foto vestido de guerrillero y rodeada de flores. Varios cestos dispusieron alrededor de esa fotografía, y el pueblo fue hasta allí y le dejó más rosas y cartas”, contaba.
Mientras, en dos pantallas, todos podían ver en tiempo real la urna, y el joven veinteañero que resguardaba al Comandante pensaba en cuánto su generación lo quiere.
“Ese día por la mañana, en el teatro de la universidad convocamos a los muchachos para ver quienes querían cubrir un tramo de la carretera entre Bayamo y Jiguaní. Teníamos posibilidades para llevar a doscientos en tren. La salida sería a la 1:00 de la madrugada, pero el teatro se llenó con más de ochocientos estudiantes. Todos querían ir.
“Tuve que pedir más capacidades y conseguí doscientas más. No obstante, ya en la terminal exigieron que pusieran otro vagón, los ayudaron y, a pesar de eso, un gran número se fue de pie. Cuando Fidel convoca todos vamos a donde haga falta, y como sea”.
Volvió el cielo a pintarse de gris. La lluvia se anunciaba pero no caía. La caravana subía y bajaba las lomas orientales. Alguien sobre el camión de la prensa anunció que faltaba poco para llegar a Santiago.
Hacia las alturas se podía ver las casas de guano y techos de zinc en las laderas de las montañas. Sus moradores, guardianes de una historia reciente, rendían honor a Fidel en las carreteras.
Los carros se detuvieron, y otra vez las manos del mayor Gilberto Luis O’Farrill, uno de los más de cien integrantes del cortejo, limpiaron la cúpula de cristal humedecida. “Nunca estamos preparados para estas cosas. Pensábamos que el Comandante iba a ser eterno, que nosotros falleceríamos primero. Siempre lo veíamos tan fuerte, creímos que podía seguir acompañándonos muchos años más.
“Aún hablo y la voz se me quiebra. Lo que vimos desde que salimos de La Habana hasta Santiago fue un pueblo unido dando amor a su líder. Durante el viaje no voy a decir que lloré como lo hice después, pero las lágrimas se me salieron varias veces. Hubo momentos muy duros. Nos tocó acompañarlo, pero estoy seguro de que cualquier cubano hubiese querido estar en el lugar de nosotros”, comentaba.
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Los primeros vientos del amanecer movían una bandera a media asta. Era las 6:30 de aquel 4 de diciembre y ya estaba todo dispuesto. Los yipis del cortejo fúnebre del Comandante en Jefe, con las luces encendidas como en todo momento del recorrido y el paso lento de quienes no quieren llegar, salieron del túnel de la Plaza de la Revolución Antonio Maceo y avanzaron por la Avenida Patria en el último tramo del viaje que se inició hace cinco días en La Habana.
Esa mañana fría olía a flores y tristeza. Los oficiales de la caravana no usaron el uniforme de campaña, todos vistieron trajes blancos, de ceremonia; y en las calles que el día antes aclamaban eufóricas al Comandante tras su llegada a Santiago, también estaba la gente, pero sus gritos se había vuelto murmullos esparciendo el dolor y el respeto de quienes lo miraban pasar rumbo al campo santo.
Allí, donde descansan tantos héroes y piden silencio los ángeles, soplaba un poco el viento y se humedecían los ojos. Antonio Castro, uno de los hijos de Fidel con Dalia Soto del Valle, le dijo al teniente coronel José Luis Peraza que ya era hora de iniciar la ceremonia de inhumación.
Cercanos a ellos, el resto de los hijos y Dalia miraron cómo, con toda la marcialidad que exigían esos minutos, los dos alzaron la cúpula de cristal. Peraza retiró la bandera, dio media vuelta, la dobló y colocó sobre otro pedestal dispuesto para ello desde la noche anterior.
Tomaron la tapa del cofre, la levantaron. Toni hizo un gesto como para quedarse con ella, pero Peraza le expresó: «Tómalo tú». Tembloroso, el hijo llevó sus manos al cofre y sacó la urna con las cenizas de su padre, que es también el de millones de cubanos.
El oficial cerró el cofre vacío y dio la vuelta. “¿Quieres que yo lo sostenga?”, preguntó a Toni. “Sí”. Y se lo entregó al hombre de las dos estrellas.
Entonces Dalia, que tiene de flor y escudo, le dijo: “Déjame cargarlo”. Y sostuvo entonces el peso más amoroso. Le pidió a Toni que la sujetase con la mano derecha y a otro de sus hijos por el brazo izquierdo. “Quiero ver si puedo caminar con él”, dijo. La ayudaron, avanzó unos pasos y lo tuvo cerca de su pecho por última vez.
De esas manos cómplices el teniente coronel Peraza tomó la urna. Giró y comenzó a marchar hacia Raúl, frente a la piedra. El militar afirmó más el paso de revista, el general de ejército giró, ya lo esperaba. Cuando estuvieron de frente, le entregó la urna con las cenizas de su hermano.
Frente al corazón abierto de la roca, Raúl colocó el tesoro con aroma de cedro. Bajó los brazos, pero otra vez los subió y volvió a tocar a su compañero de las travesuras, de la lucha y de la vida.
Acomodaron entonces la lápida de mármol verde que cerró el nicho y tiene grabado con letras de bronce: FIDEL, así, sin apellidos, grados ni cargos; solo como lo llama el pueblo. Raúl, igual que aquellos días de la Sierra, levantó su brazo y con un saludo militar se despidió. Con ese gesto dijo tantas cosas que en pocos segundos el dolor volvió a estremecer hasta a quienes duermen en Santa Ifigenia.
Mientras, afuera del cementerio, una joven intentaba secarse las lágrimas, lo mismo hacía una señora, y un niño, y un hombre negro… Sobre el pecho de su madre, como quien trata de encontrar refugio, se acomodó un pionero de pañoleta roja. La tristeza se repartió por Santiago y a todos pareció tocarle mucha. Un señor de unos sesenta años no levantaba la mirada del suelo, estuvo minutos así, pensando quizás en todo lo que perdía Cuba mientras dentro de una piedra se colocaba a Fidel. Y ya no aguantó más, desde su impotencia humana, embravecido con la muerte, se quitó los espejuelos y con un pañuelo secó su llanto.
Entre la multitud que esperaba, una mujer no se contuvo, dejó que le corrieran las lágrimas para que con ellas se fuera un poco de dolor. Otra se puso la mano en el pecho, susurró alguna oración y sin encontrar consuelo miró hacia allá, donde han guardado para siempre al Comandante.
Había allí niñas de apenas tres años junto a sus padres, casi inmóviles, siendo testigos de uno de los días más tristes que ha vivido la Isla. Por momentos algún que otro sollozo rajó el aire. Abrazada a su foto de guerrillero con mochila y fusil, una santiaguera de ojos mojados miraba al horizonte.
En medio de tanta angustia y quietud, una señora de frente a todos levantó su brazo y gritó: “¡Yo soy Fidel!”, y enseguida todos estos que sufrían en las afueras del cementerio la siguieron en un coro que rompió el silencio, quebró a la muerte y dio paso a la infinitud de un hombre.